El Diablo Cojuelo | Page 7

Luis Vélez de Guevara
que aun no merece o��dos, y abat��s lo que merece estar sobre las estrellas; pero no se me da de vosotros dos caracoles: h��game Dios bien con mi prosa[46], entretanto que otros fluct��an por las maretas[47] de vuestros aplausos, de quien nos libre Dios por su infinita misericordia, Am��n, Jes��s.
CARTA DE RECOMENDACI��N AL C��NDIDO[48] O MORENO LECTOR.
Lector amigo: yo he escrito este discurso, que no me he atrevido a llamarle libro, pas��ndome de la jineta de los consonantes[49] a la brida de la prosa, en las vacantes que me han dado las despensas[50] de mi familia y los autores de las comedias por su Majestad[51]; y como es El Diablo Cojuelo, no lo reparto en cap��tulos, sino en trancos[52]. Supl��cote que los des en su leyenda[53], porque tendr��s menos que censurarme, y yo que agradecerte[54]. Y, por no ser para m��s[55] ceso, y no de rogar a Dios que me conserve en tu gracia.
De Madrid, a los que fueren entonces del mes y del a?o, y tal y tal y tal[56].
EL AUTOR Y EL TEXTO.

DE DON JUAN V��LEZ DE GUEVARA A SU PADRE.
SONETO[57]
Luz en quien se encendi�� la vital m��a, De cuya llama soy originado, Bien que la vida s��lo te he imitado, Que el alma fuera en m�� vana porf��a,
Si eres el sol de nuestra P?es��a, Viva m��s que ��l tu aplauso eternizado, Y pues un vivir solo es limitado, No te estreches al t��rmino de un d��a.
Hoy junta en el deleite la ense?anza Tu ingenio, a quien el tiempo no consuma, Pues tambi��n viene a ser aplauso suyo.
Y sufra la modestia esta alabanza A quien, por parecer m��s hijo tuyo Quisiera ser un rasgo de tu pluma.

TRANCO PRIMERO
Daban en Madrid, por los fines de julio, las once de la noche en punto, hora menguada para las calles[58], y, por faltar la luna, juridici��n y t��rmino redondo de todo requiebro lechuzo y patarata de la muerte. El Prado boqueaba coches[59] en la ��ltima jornada de su paseo, y en los ba?os de Manzanares los Adanes y las Evas de la Corte, fregados m��s de la arena que limpios del agua[60], dec��an el Ite, r��o[61] es[62], cuando don Cleof��s Leandro P��rez Zambullo, hidalgo a cuatro vientos[63], caballero hurac��n y encrucijada de apellidos[64], gal��n de noviciado y estudiante de profesi��n, con un broquel y una espada, aprend��a a gato por el caballete de un tejado, huyendo de la justicia, que le ven��a a los alcances[65] por un estrupo[66] que no lo hab��a comido ni bebido[67], que en el pleito de acreedores de una doncella al uso estaba graduado en el lugar veintidoseno[68], pretendiendo que el pobre licenciado escotase solo lo que tantos hab��an merendado[69]; y como solicitaba escaparse del ?para en uno son[70]? (sentencia difinitiva del cura de la parroquia y auto que no lo revoca si no es el vicario Responso[71], juez de la otra vida), no dificult�� arrojarse desde el ala del susodicho tejado, como si las tuviera, a la buarda[72] de otro que estaba confinante, nordesteado de una luz que por ella escasamente se brujuleaba, estrella de la tormenta que corr��a, en cuyo desv��n puso los pies y la boca[73] a un mismo tiempo, salud��ndolo como a puerto de tales naufragios, y dejando burlados los ministros del agarro[74] y los honrados pensamientos de mi se?ora do?a Tomasa de Bitigudi?o[75], doncella chanflona[76] que se pasaba de noche como cuarto falso, que, para que surtiese efecto su bellaquer��a, hab��a cometido otro estelionato m��s con el capit��n de los jinetes a gatas que corr��an las costas[77] de aquellos tejados en su demanda, y volv��an corridos de que se les hubiese escapado aquel bajel de capa y espada[78] que llevaba cautiva la honra de aquella se?ora mohatrera de doncellazgos[79], que juraba entre s�� tomar satisfacci��n deste desaire en otro inocente, chapet��n[80] de embustes doncelliles, fiada en una madre que ella llamaba t��a, liga donde hab��a ca��do tanto p��jaro forastero.
A estas horas, el Estudiante, no creyendo su buen suceso[81] y deshollinando con el vestido y los ojos el zaquizam��, admiraba la regi��n donde hab��a arribado, por las estranjeras estravagancias de que estaba adornada la tal espelunca, cuyo avariento farol era un candil de garabato, que descubr��a sobre una mesa antigua de cadena[82] papeles infinitos, mal compuestos y ordenados, escritos de caracteres matem��ticos, unas efem��rides abiertas[83], dos esferas y algunos compases y cuadrantes, ciertas se?ales de que viv��a en el cuarto de m��s abajo alg��n astr��logo, due?o de aquella confusa oficina y embustera ciencia; y lleg��ndose don Cleof��s curiosamente, como quien profesaba letras y era algo inclinado a aquella profesi��n, a revolver los trastos astrol��gicos, oy�� un suspiro entre ellos mismos, que, pareci��ndole imaginaci��n o ilusi��n de la noche, pas�� adelante con la atenci��n papeleando los memoriales de Euclides y embelecos de Cop��rnico; escuchando segunda vez repetir el suspiro, entonces, pareci��ndole que no era
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