y variedad que de tal ingenio se pod��an esperar. Merece--a?adi��--la licencia que pide, porque este linage de escritos es dif��cil de enquadernar con lo honesto y recatado de nuestras christianas leyes, y Luis V��lez ha sido en ��ste gloriosa excepci��n desta vniuersal dolencia.? M��s extremado es el parecer del segundo, que encarece el sazonado gusto de V��lez, ?por auer puesto la naturaleza en su ingenio la elegancia del estilo, la suabidad del dezir, la aduertencia en el colocar, la atenta circunspecci��n en las palabras, y todo con tal modo, que dexa suspensa la raz��n sobre a qual de estas partes se deba con m��s justificaci��n la primacia: en todo este discurso se corre la cortina a los conocidos enga?os deste mundo, de modo que, para penetrarlos con sutileza, no necesita nuestra Naci��n de salir de sus estendidos l��mites, pues dentro de s�� cr��a sugetos que, aun en sue?os y burlas, la dexan superiormente ilustrada?. Diametralmente opuesta a estas opiniones fu�� la de Francisco Santos, pues dijo en El Arca de No�� y Campana de Belilla[26]: ?Toc�� la Campana y desaparecieron todos los Autores de viejo, sigui��ndolos vno que avia venido tarde, y tambi��n llevava vn libro en las manos, que preguntando a Noe qui��n era, me dixo: el libro se intitula el Diablo Cojuelo, Aventuras de Don Cleofas Leandro Perez Zambullo, digno de que le consumiera vn Polvorista: est�� sin ense?an?a buena, ni moralidad, y esto, sobre acabar como la nieve....? ?Ni tanto, ni tan poco?, podr��a haberse dicho a los tres censores, porque, en realidad de verdad, la novelita de V��lez de Guevara, que se muestra en ella como un buen disc��pulo de Quevedo, de cuyas obras c��micas y sat��ricas tiene reminiscencias muy frecuentes, sin ser una maravilla, es de agradable lectura, y m��s lo fuera sin la pesada y adulatoria enumeraci��n de todo aquel inacabable se?or��o que el autor, en el tranco VIII, hace pasar por el espejo de Rufina Mar��a, dispuesto ad hoc por el redomado desenredomado.
En la visi��n, que pudi��ramos llamar cinematogr��fica, de los diez trancos o cap��tulos en que est�� dividido El Diablo Cojuelo, cada uno sabe a cosa diferente de los dem��s: son cuadros distintos e independientes entre s��, que no tienen de com��n sino la intervenci��n, o la presencia cuando menos, de los dos h��roes de la novela. El tranco II, verbigracia, en que entrambos, desde el capitel de la torre de San Salvador, descubierta ?la carne del pastel��n de Madrid?, otean despu��s de la media noche cuanto sucede en la coronada villa, trae a la memoria, por la traza y manera, como indiqu�� en las notas de mi edici��n cr��tica del Quijote[27], aquella inspecci��n que desde la torre de la Giralda de Sevilla, y acompa?ado asimismo de un cicerone, el maestro Desenga?o, hab��a hecho Rodrigo Fern��ndez de Ribera, autor de Los Antoios de meior vista[28]. El desaforado poeta del tranco IV es pariente propincuo de otros dos muy conocidos en nuestra literatura: el del Coloquio de los Perros, de Cervantes, y el de la Vida del Busc��n, de Quevedo. A hacer entretenida y agradable la lectura de El Diablo Cojuelo contribuyen con lo ingenioso de la invenci��n la interesante variedad de las escenas, la soltura y viveza del di��logo, y, especialmente, el chispeante gracejo de V��lez de Guevara. En cambio, la elocuci��n suele ser descuidadilla, entre otras cosas, por la excesiva abundancia de gerundios.
Del Diablo Cojuelo, entremetido esp��ritu infernal que da nombre y ser a la novela, trat�� el se?or Bonilla en una breve nota. Mucho m��s merec��a el que ?trujo al mundo la zarabanda, el d��ligo y la chacona?, y yo he de volver hoy por su negra honrilla, recordando la mucha familiaridad que nosotros los espa?oles hemos tenido con ��l. H��yase de llamar Renfas, o Asmodeo, o de otro cualquier modo, es lo cierto que este travieso diablillo, con parecer de menor cuant��a y ser cojo por a?adidura, tom�� entre nosotros tal importancia, que nada malo se pudo hacer sin ��l. ?El Diablillo Cojo sabe m��s que el otro?, ense?�� el refr��n, y cuando en el calor de la ira se dijo a alguno que le llevase el diablo, no falt�� quien, rectificando festivamente, respondiera: ?El Diablo Cojuelo, que es m��s ligero?. En las f��rmulas supersticiosas llev��banle y tra��anle como un zarandillo nuestras hechiceras de los siglos XVI y XVII, para que les llevase y trajese sus galanes y paniaguados, y le daban prisa, y le adulaban celebrando su ligereza. V��anse algunos ejemplos. Do?a Antonia Mex��a declar��, entre otras cosas, en un proceso que se le sigui�� por los a?os de 1633[29]: ?Que habr�� seis a?os que la dicha Beatriz dixo a ��sta que tomase un pedernal y le pusiese la mano encima y dixese:
Estos cinco dedos pongo en este muro; cinco demonios conjuro: a Barrab��s, a Satan��s, a Lucifer,
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