sobredicha de un licor turbio, escabeche en
que se conservaba el tal Diablillo; y volviendo los ojos al suelo, vió en
él un hombrecillo de pequeña estatura, afirmado en dos muletas[114],
sembrado de chichones mayores de marca[115], calabacino de testa y
badea de cogote, chato de narices, la boca formidable y apuntalada en
dos colmillos solos, que no tenían más muela ni diente los desiertos de
las encías, erizados los bigotes como si hubiera barbado en
Hircania[116]; los pelos de su nacimiento, ralos, uno aquí y otro
allí[117], a fuer de los espárragos, legumbre[118] tan enemiga de la
compañía, que si no es para venderlos en manojos, no se juntan. Bien
hayan los berros, que nacen unos entrepernados con otros, como
vecindades de la Corte, perdone la malicia la comparación.
Asco le dió a don Cleofás la figura, aunque necesitaba de su favor para
salir del desván, ratonera del Astrólogo en que había caído huyendo de
los gatos que le siguieron (salvo el guante[119] a la metáfora), y
asiéndole por la mano el Cojuelo y diciéndole: «Vamos, don Cleofás,
que quiero comenzar a pagarte en algo lo que te debo», salieron los dos
por la buarda como si los dispararan de un tiro[120] de artillería, no
parando de volar hasta hacer pie en el capitel de la torre de San
Salvador[121], mayor atalaya de Madrid, a tiempo que su reloj daba la
una, hora que tocaba a recoger el mundo poco a poco al descanso del
sueño; treguas que dan los cuidados a la vida, siendo común el silencio
a las fieras y a los hombres; medida que a todos hace iguales; habiendo
una priesa notable a quitarse zapatos y medias, calzones y jubones,
basquiñas[122], verdugados[123], guardainfantes[124], polleras[125],
enaguas y guardapiés, para acostarse hombres y mujeres, quedando las
humanidades menos mesuradas, y volviéndose a los primeros
originales, que comenzaron el mundo horros de todas estas baratijas; y
engestándose[126] al camarada, el Cojuelo le dijo:
--Don Cleofás, desde esta picota[127] de las nubes, que es el lugar más
eminente de Madrid, malaño[128] para Menipo en los diálogos de
Luciano, te he de enseñar todo lo más notable que a estas horas pasa en
esta Babilonia española, que en la confusión fué esotra con ella
segunda deste nombre.
Y levantando a los techos de los edificios, por arte diabólica, lo
hojaldrado[129], se descubrió la carne del pastelón de Madrid como
entonces estaba, patentemente, que por el mucho calor estivo estaba
con menos celosías, y tanta variedad de sabandijas racionales en esta
arca del mundo, que la del diluvio, comparada con ella, fué de capas y
gorras.
TRANCO II
Quedó don Cleofás absorto en aquella pepitoria[130] humana de tanta
diversidad de manos, pies y cabezas, y haciendo grandes admiraciones,
dijo:
--¿Es posible que para tantos hombres, mujeres y niños hay[131] lienzo
para colchones, sábanas y camisas? Déjame que me asombre que entre
las grandezas de la Providencia divina no sea ésta la menor.
Entonces el Cojuelo, previniéndole, le dijo:
--Advierte que quiero empezar a enseñarte distintamente, en este teatro
donde tantas figuras representan, las más notables, en cuya variedad
está su hermosura. Mira allí primeramente cómo están sentados muchos
caballeros y señores a una mesa opulentísima, acabando una media
noche[132]; que eso les han quitado a los relojes no más.
Don Cleofás le dijo:
--Todas esas caras conozco; pero sus bolsas no, si no es para
servillas[133].
--Hanse pasado a los estranjeros, porque las trataban muy mal estos
príncipes cristianos--dijo el Cojuelo--, y se han quedado, con las
caponas[134], sin ejercicio.
--Dejémoslos cenar--dijo don Cleofás--, que yo aseguro que no se
levanten de la mesa sin haber concertado un juego de cañas para
cuando Dios fuere servido, y pasemos adelante; que a estos magnates
los más de los días les beso yo las manos, y estas caravanas las ando yo
las más de las noches, porque he sido dos meses culto vergonzante de
la proa[135] de uno de ellos y estoy encurtido de excelencias y señorías,
solamente buenas para veneradas.
--Mira allí--prosiguió el Cojuelo--cómo se está quejando de la orina un
letrado, tan ancho de barba[136] y tan espeso, que parece que saca un
delfín la cola por las almohadas. Allí está pariendo doña Fáfula[137], y
don Toribio su indigno consorte, como si fuera suyo lo que paria, muy
oficioso y lastimado; y está el dueño de la obra a pierna suelta en esotro
barrio, roncando y descuidado del suceso. Mira aquel preciado de lindo,
o aquel lindo de los más preciados, cómo duerme con bigotera[138]
torcidas de papel en las guedejas y el copete[139], sebillo en las
manos[140], y guantes descabezados[141], y tanta pasa[142] en el
rostro, que pueden hacer colación[143] en él toda la cuaresma que
viene. Allí, más adelante, está una vieja, grandísima hechicera,
haciendo en un almirez una medicina de
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