calificaríamos de romántica, había llenado toda la vida de la chacha Victoria. Cuando apenas tenía diez y ocho a?os, conoció y amó en una feria á un caballero cadete de infantería. El cadete amó también á la chacha, que no lo era entonces; pero los dos amantes, tan hidalgos como pobres, no se podían casar por falta de dinero. Formaron, pues, el firme propósito de seguir amándose, se juraron constancia eterna y decidieron aguardar para la boda á que llegase á capitán el cadete. Por desgracia, entonces se caminaba con pies de plomo en las carreras, no había guerras civiles ni pronunciamientos, y el cadete, firme como una roca y fiel como un perro, envejeció sin pasar de teniente nunca.
Siempre que el servicio militar lo consentía, el cadete venía á Villabermeja; hablaba por la ventana con la chacha Victoria, y se decían ambos mil ternuras. En las largas ausencias se escribían cartas amorosas cada ocho ó diez días; asiduidad y frecuencia extraordinarias entonces.
Esta necesidad de escribir obligó á la chacha Victoria á hacerse letrada. El amor fué su maestro de escuela, y le ense?ó á trazar unos garrapatos anárquicos y misteriosos, que por revelación de amor leía, entendía y descifraba el cadete.
De esta suerte, entre temporadas de pelar la pava en Villabermeja, y otras más largas temporadas de estar ausentes, comunicándose por cartas, se pasaron cerca de doce a?os. El cadete llegó á teniente.
Hubo entonces un momento terrible: una despedida desgarradora. El cadete, teniente ya, se fué á la guerra de Italia. Desde allí venían las cartas muy de tarde en tarde. Al cabo cesaron del todo. La chacha Victoria se llenó de presentimientos melancólicos.
En 1747, firmada ya la paz de Aquisgrán, los soldados espa?oles volvieron de Italia á Espa?a; pero nuestro cadete, que había esperado volver de capitán, no parecía ni escribía. Sólo pareció, con la licencia absoluta, su asistente, que era bermejino.
El bueno del asistente, en el mejor lenguaje que pudo, y con los preparativos y rodeos que le parecieron del caso para amortiguar el golpe, dió á la chacha Victoria la triste noticia de que el cadete, cuando iba ya á ver colmados sus deseos, cuando iba á ser ascendido á capitán, en vísperas de la paz, en la rota de Trebia, había caído atravesado por la lanza de un croata.
No murió en el acto. Vivió aún dos ó tres días con la herida mortal, y tuvo tiempo de entregar al asistente, para que trajese á su querida Victoria, un rizo rubio que de ella llevaba sobre el pecho en un guardapelo, las cartas y un anillo de oro con un bonito diamante.
El pobre soldado cumplió fielmente su comisión.
La chacha Victoria recibió y ba?ó en lágrimas las amadas reliquias. El resto de su vida le pasó recordando al cadete, permaneciendo fiel á su memoria y llorándole á veces. Cuanto había de amor en su alma fué consumiéndose en devociones y transformándose en cari?o por el sobrino Fadriquito, el cual tenía tres a?os cuando supo la chacha Victoria la muerte de su perpetuo y único novio.
La pobre chacha Ramoncica había sido siempre peque?uela y mal hecha de cuerpo, sumamente morena y bastante fea de cara. Cierta dignidad natural é instintiva le hizo comprender, desde que tenía quince a?os, que no había nacido para el amor. Si algo del amor con que aman las mujeres á los hombres había en germen en su alma, ella acertó á sofocarlo y no brotó jamás. En cambio tuvo afecto para todos. Su caridad se extendía hasta los animales.
Desde la edad de veinticuatro a?os, en que la chacha Ramoncica se quedó huérfana y vivía en casa propia, sola, le hacían compa?ía media docena de gatos, dos ó tres perros y un grajo, que poseía varias habilidades. Tenía asimismo Ramoncica un palomar lleno de palomos, y un corral poblado de pavos, patos, gallinas y conejos.
Una criada llamada Rafaela, que entró á servir á la chacha Ramoncica cuando ésta vivía aún en casa de sus padres, siguió sirviéndola toda la vida. Ama y criada eran de la misma edad y llegaron juntas á una extrema vejez.
Rafaela era más fea que la chacha, y, hasta por imitarla, permaneció siempre soltera.
En medio de su fealdad, había algo de noble y distinguido en la chacha Ramoncica, que era una se?ora de muy cortas luces. Rafaela, por el contrario, sobre ser fea, tenía el más innoble aspecto; pero estaba dotada de un despejo natural grandísimo.
Por lo demás, ama y criada, guardando siempre cada cual su posición y grado en la jerarquía social, se identificaron por tal arte, que se diría que no había en ellas sino una voluntad, los pensamientos mismos y los mismos propósitos.
Todo era orden, método y arreglo en aquella casa. Apenas se gastaba en comer, porque ama y criada comían poquísimo. Un vestido, una saya, una
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