El Comendador Mendoza | Page 4

Juan Valera
desuello; y empezó á latigazos con D. Fadrique.
La se?orita de la guitarra paró un instante la música; pero D. Diego la miró de modo tan terrible, que ella tuvo miedo de que la hiciese tocar como quería hacer bailar á su hijo, y siguió tocando el bolero.
Don Fadrique, después de recibir ocho ó diez latigazos, bailó lo mejor que supo.
Al pronto se le saltaron las lágrimas; pero después, considerando que había sido su padre quien le había pegado, y ofreciéndose á su fantasía de un modo cómico toda la escena, y viéndose él mismo bailar á latigazos y con casaca, se rió, á pesar del dolor físico, y bailó con inspiración y entusiasmo.
Las se?oras aplaudieron á rabiar.
--Bien, bien --dijo D. Diego.-- ?Por vida del diablo! ?Te he hecho mal, hijo mío?
--No, padre --dijo D. Fadrique.-- Está visto: yo necesitaba hoy de doble acompa?amiento para bailar.
--Hombre, disimula. ?Por qué eres tonto? ?Qué repugnancia podías tener, si la casaca te va que ni pintada, y el bolero clásico y de buena escuela es un baile muy se?or? Estas damas me perdonarán. ?No es verdad? Yo soy algo vivo de genio.
Así terminó el lance del bolero.
Aquel día bailó otras cuatro veces D. Fadrique en otras tantas visitas, á la más leve insinuación de su padre.
Decía el cura Fernández, que conoció y trató á D. Fadrique, y de quien sabía muchas de estas cosas mi amigo D. Juan Fresco, que D. Fadrique refería con amor la anécdota del bolero, y que lloraba de ternura filial y reía al mismo tiempo, diciendo mi padre era un vándalo, cuando se acordaba de él, dándole de latigazos, y retraía á su memoria á las damas aterradas, sin dejar una de ellas de tocar la guitarra, y á él mismo bailando el bolero mejor que nunca.
Parece que había en todo esto algo de orgullo de familia. El mi padre era un vándalo de D. Fadrique casi sonaba en sus labios como alabanza. D. Fadrique, educado en el lugar y del mismo modo que su padre, D. Fadrique cerril, hubiera sido más vándalo aún.
La fama de sus travesuras de ni?o duró en el lugar muchos a?os después de haberse él partido á servir al Rey.
Huérfano de madre á los tres a?os de edad, había sido criado y mimado por una tía solterona, que vivía en la casa, y á quien llamaban la chacha Victoria.
Tenía además otra tía, que si bien no vivía con la familia, sino en casa aparte, había también permanecido soltera y competía en mimos y en halagos con la chacha Victoria. Llamábase esta otra tía la chacha Ramoncica. D. Fadrique era el ojito derecho de ambas se?oras, cada una de las cuales estaba ya en los cuarenta y pico de a?os cuando tenía doce nuestro héroe.
Las dos tías ó chachas se parecían en algo y se diferenciaban en mucho.
Se parecían en cierto entono amable y benévolo de hidalgas, en la piedad católica y en la profunda ignorancia. Esto último no provenía sólo de que hubiesen sido educadas en el lugar, sino de una idea de entonces. Yo me figuro que nuestros abuelos, hartos de la bachillería femenil, de las cultas latini-parlas y de la desenvoltura pedantesca de las damas que retratan Quevedo, Tirso y Calderón en sus obras, habían caído en el extremo contrario de empe?arse en que las mujeres no aprendiesen nada. La ciencia en la mujer hubo de considerarse como un manantial de perversión. Así es que en los lugares, en las familias acomodadas y nobles, cuando eran religiosas y morigeradas, se educaban las ni?as para que fuesen muy hacendosas, muy arregladas y muy se?oras de su casa. Aprendían á coser, á bordar y á hacer calceta; muchas sabían de cocina; no pocas planchaban perfectamente; pero casi siempre se procuraba que no aprendiesen á escribir, y apenas sí se les ense?aba á leer de corrido en El A?o Cristiano ó en algún otro libro devoto.
Las chachas Victoria y Ramoncica se habían educado así. La diversa condición y carácter de cada una estableció después notables diferencias.
La chacha Victoria, alta, rubia, delgada y bien parecida, había sido, y continuó siendo hasta la muerte, naturalmente sentimental y curiosa. á fuerza de deletrear, llegó á leer casi de corrido cuando estaba ya muy granada; y sus lecturas no fueron sólo de vidas de santos, sino que conoció también algunas historias profanas y las obras de varios poetas. Sus autores favoritos fueron do?a María de Zayas y Gerardo Lobo.
Se preciaba de experimentada y desenga?ada. Su conversación estaba siempre como salpicada de estas dos exclamaciones: --?Qué mundo éste! --?Lo que ve el que vive!-- La chacha Victoria se sentía como hastiada y fatigada de haber visto tanto, y eso que sus viajes no se habían extendido más allá de cinco ó seis leguas de distancia de Villabermeja.
Una pasión, que hoy
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