El Arroyo | Page 7

Elíseo Reclus
imperceptible ha sido suficiente para reparar sus fuerzas y cambiar en alegr��a su desesperaci��n; las caballer��as alargan el paso, porque tambi��n ellas saben que la terrible jornada va �� tener pronto fin. El punto negro aumenta poco �� poco; ahora se presenta ya como una nube indecisa, contrastando por su color negro con la superficie inmensa del desierto de un color rojo deslumbrador; luego la nube se extiende y se levanta sobre la llanura: es un bosque, sobre el cual empiezan �� distinguirse las redondas cimas de las palmeras, parecidas �� bandadas de gigantescos p��jaros. Al fin, el viajero penetra bajo la alegre sombra, y ahora s�� que es agua, agua verdadera, lo que oye murmurar al pie de los ��rboles. ?Pero qu�� cuidado religioso ponen los habitantes del oasis en utilizar hasta la ��ltima gota del precioso l��quido! Dividen el nacimiento en una multitud de peque?os regueros, con objeto de esparcir la vida sobre la mayor extensi��n posible, y trazan �� todas estas peque?as venas de agua el camino m��s recto hacia las plantaciones y los cultivos. Empleada as�� hasta la ��ltima gota, la fuente no va �� perderse en el arroyo y en el desierto: sus l��mites son los del oasis mismo; donde crecen los ��ltimos arbustos, all�� acaban las ��ltimas arterias del agua, absorbida por las ra��ces para transformarla en savia. ?Extra?o contraste el de las cosas! Para los que habitan el oasis es este un presidio; para los que lo divisan de lejos �� lo ven s��lo con la imaginaci��n, es un para��so. Sitiado por el inmenso desierto, donde el viajero desorientado s��lo halla hambre, sed, la locura, �� tal vez la muerte, los habitantes del oasis son adem��s diezmados por las fiebres que la pestilencia de las aguas producen, al pie mismo de las po��ticas palmeras. Cuando los emperadores romanos, modelo de todos los que les han sucedido en la historia de la autoridad, ten��an inter��s en deshacerse de un enemigo sin necesidad de derramar sangre, se limitaban �� desterrarlos �� un oasis, y poco tiempo despu��s ten��an la alegr��a de saber que la muerte hab��a hecho r��pidamente el servicio esperado. Y no obstante, esos oasis mort��feros, gracias �� sus aguas cristalinas y al contraste que ofrecen con las soledades ��ridas, hacen surgir en el hombre la idea de un lugar de delicias y han llegado �� ser el s��mbolo mismo de la felicidad. En sus viajes de conquista �� trav��s del mundo, los ��rabes, deseosos de crearse una patria en todas las comarcas �� donde les llevaba el amor de conquista y el fanatismo de la fe, intentaron crear por doquier pasaban peque?os oasis. ?Qu�� son en Andaluc��a esos jardines encerrados entre las tristes murallas de un alc��zar moro, sino miniaturas del oasis, que les recordaban los del desierto? Por el lado de la poblaci��n y de sus calles llenas de polvo, las altas murallas coronadas de almenas y agujereadas de trecho en trecho por algunas angostas aberturas, presentan un aspecto terrible; pero cuando se ha penetrado en el recinto y se han pasado las b��vedas, los corredores y las arcadas, se nos presenta el jard��n rodeado de elegantes columnas que recuerdan los esbeltos troncos de las palmeras. Las plantas trepadoras se enlazan en los fustes de m��rmol, las flores llenan el reducido espacio con su perfume penetrante, y el agua, poco abundante, pero distribuida con el mayor arte, cae como perlas sonoras en el vaso de la fuente.
En presencia de las hermosas fuentes de nuestro clima, cuya agua nos apaga la sed y nos enriquece, se nos ocurre preguntar cu��l de los agentes naturales de la civilizaci��n ha hecho m��s para ayudar �� la humanidad en su lento desenvolvimiento. ?Es acaso el mar con sus aguas pobladas de vidas, con sus playas, que fueron los primeros caminos empleados por el hombre, y su superficie infinita excitando en el b��rbaro el deseo de recorrerla de una �� otra orilla? ?Es acaso el monte con sus altas cimas, que son la belleza de la tierra, sus profundos valles, donde los pueblos hallan abrigo, su atm��sfera pura, que da �� los que la respiran una alma fuerte? ?O ser�� tal vez la humilde fuente, hija del mar y de los montes? S��; la historia de las naciones nos ense?a c��mo la fuente y el arroyo han contribuido directamente al progreso del hombre m��s que el oc��ano, los montes y toda otra parte del gran cuerpo del planeta que habitamos. Costumbres, religiones, estado social, dependen, sobre todo, de la abundancia de aguas corrientes.
Seg��n una leyenda oriental, fu�� �� la orilla de una fuente del desierto donde los legendarios antepasados de las tres grandes razas del antiguo mundo cesaron de ser hermanos para convertirse en enemigos. Los tres, fatigados por la marcha �� trav��s de la arena, se
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