de aquel
precioso ornamento de elegancia y erudición de que suelen andar vestidas las obras que
se componen en las casas de los hombres que saben, ose parecer seguramente en el juicio
de algunos que, continiéndose en los límites de su ignorancia, suelen condenar con más
rigor y menos justicia los trabajos ajenos; que, poniendo los ojos la prudencia de Vuestra
Excelencia en mi buen deseo, fío que no desdeñará la cortedad de tan humilde servicio.
Miguel de Cervantes Saavedra.
PRÓLOGO
Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo
del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera
imaginarse. Pero no he podido yo contravenir al orden de naturaleza; que en ella cada
cosa engendra su semejante. Y así, ¿qué podrá engendrar el estéril y mal cultivado
ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de
pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en
una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su
habitación? El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los
cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu son grande parte para que las
musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que le colmen de
maravilla y de contento. Acontece tener un padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el
amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas, antes las juzga
por discreciones y lindezas y las cuenta a sus amigos por agudezas y donaires. Pero yo,
que, aunque parezco padre, soy padrastro de Don Quijote, no quiero irme con la corriente
del uso, ni suplicarte, casi con las lágrimas en los ojos, como otros hacen, lector carísimo,
que perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres; y ni eres su pariente ni su
amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado, y estás en tu
casa, donde eres señor della, como el rey de sus alcabalas, y sabes lo que comúnmente se
dice: que debajo de mi manto, al rey mato. Todo lo cual te esenta y hace libre de todo
respecto y obligación; y así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin
temor que te calunien por el mal ni te premien por el bien que dijeres della.
Sólo quisiera dártela monda y desnuda, sin el ornato de prólogo, ni de la inumerabilidad y
catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al principio de los libros
suelen ponerse. Porque te sé decir que, aunque me costó algún trabajo componerla,
ninguno tuve por mayor que hacer esta prefación que vas leyendo. Muchas veces tomé la
pluma para escribille, y muchas la dejé, por no saber lo que escribiría; y, estando una
suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la
mejilla, pensando lo que diría, entró a deshora un amigo mío, gracioso y bien entendido,
el cual, viéndome tan imaginativo, me preguntó la causa; y, no encubriéndosela yo, le
dije que pensaba en el prólogo que había de hacer a la historia de don Quijote, y que me
tenía de suerte que ni quería hacerle, ni menos sacar a luz las hazañas de tan noble
caballero.
-Porque, ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que
llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio
del olvido, salgo ahora, con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca como un
esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de concetos y falta de toda
erudición y doctrina; sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro,
como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de
sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos, que admiran a los
leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes? ¡Pues qué,
cuando citan la Divina Escritura! No dirán sino que son unos santos Tomases y otros
doctores de la Iglesia; guardando en esto un decoro tan ingenioso, que en un renglón han
pintado un enamorado destraído y en otro hacen un sermoncico cristiano, que es un
contento y un regalo oílle o leelle. De todo esto ha de carecer mi libro, porque ni tengo
qué acotar en el margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores sigo en él, para
ponerlos al principio, como hacen todos, por las letras del A.B.C., comenzando en
Aristóteles y acabando
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