y sin alentar al audaz y confiado.
Esto, en vez de perjudicarle, aumentaba y extendía su buen crédito.
Cuando do?a Luz iba por la calle, con Juana, su anciana criada, o cuando iba a la iglesia, grave, silenciosa, vestida toda de negro, con basqui?a y mantilla, decían algunos mozos estudiantes, que había en el lugar, y que entendían más hondamente que los demás de estética y de otras doctrinas de amor y poesía, que do?a Luz parecía una garza real, una emperatriz, una heroína de leyendas y de cuentos fantásticos; algo de peregrino y de fuera de lo que se usa; el hada Parabanú; la más egregia de las huríes.
A pesar del respeto, algunos no acertaban a contenerse. Este decía: ??Viva el salero!? Aquél: ??Alabado sea Dios que tan hermosa la ha criado!? Otro: ??Ahí va la gloria vivita!? y así por el estilo. En ocasiones, por último, no faltó quien se propasase a tender la pa?osa a modo de alfombra o a tirar el sombrero cala?és a sus plantas para que ella le hollara y pisoteara.
Pero, ?caso estupendo! en medio de todo este entusiasmo, do?a Luz no tenía ni había tenido novio: no hablaba ni había hablado con nadie por la reja. Lo que sí había tenido era multitud de pretendientes, sin que ella hubiese dado esperanzas a ninguno. Los jóvenes más ricos de algunas leguas en contorno la consideraban ya como inexpugnable fortaleza. La esperanza, con todo, no se pierde jamás. Los hombres, en esto de conquistas amorosas, nos las prometemos, a menudo, felices. Así es que, si los del lugar estaban ya sosegados y desenga?ados, no faltaban aún forasteros, con tal de que fuesen sujetos de cierto fuste, que se alborotasen al ver a do?a Luz, y propusiesen, allá en sus adentros, conseguir lo que otros no habían conseguido; pero pronto también se desenga?aban.
Con esta adoración resuelta, con este prurito de ser correspondidos, se habían hallado muchos, o simultánea o sucesivamente. Ninguno había llegado a explicaciones. Do?a Luz se supo componer de suerte que no se había visto nunca en la dura necesidad de dar formales calabazas, ni de excitar el resentimiento que esto trae consigo. Era difícil hablar a solas con ella. Era difícil hacer llegar a sus manos carta o billete amoroso. Y si bien, merced a algunas viejas audaces, que donde quiera las hay de sobra, do?a Luz había recibido papelitos en prosa y hasta en verso, constantemente los había devuelto sin abrir. En vista de estos y de otros desdenes, todos los enamorados desistían al fin de sus propósitos, sin motivo y hasta sin pretexto de queja.
Y no podía haberla, porque do?a Luz callaba toda razón ofensiva. No se sentía inclinada al matrimonio. No amaba. Nadie manda en su corazón. Tales eran sus razones.
Alguien podría sospechar pero no probar su invencible repugnancia a todo lo vulgar y plebeyo, y el horror que de ella se apoderaba a la sola idea de poder un día tener un hijo que llevase su ilustre apellido en pos de otro apellido oscuro y rústico de algún ricacho villano.
En suma: do?a Luz, si no tenía esperanzas de casarse a su gusto, tampoco tenía o dejaba traslucir el menor deseo. Todo era en ella frialdad tranquila y contentamiento suave. En balde, el peor pensado de los hombres se atrevería a buscar en sus actos, en sus palabras, en sus ademanes y gesto, la más leve se?al de que estuviese despechada.
Do?a Luz no lo estaba en realidad. Había tomado enérgicamente su partido y había trazado de antemano la senda de su vivir. Las frases burlonas de _quedarse para tía_ o _para vestir imágenes_ no hacían mella en su firme y acerado corazón, ni podían violentarla ni inclinarla a aceptar marido con el solo fin de no llegar a solterona.
Varias parientas ricas, que tenía do?a Luz en Sevilla y en Madrid, la habían invitado a que se fuera a vivir con ellas: pero, o bien porque así fuese en verdad, o porque do?a Luz lo sospechaba, las invitaciones habían sido más que de corazón por cumplimiento. Además, do?a Luz se consideraba muy pobre para su clase, y no quería ser gravosa, ni vivir a expensas de otros y en una especie de dependencia próxima a la servidumbre. Había, pues, rehusado todas las invitaciones. Su plan era vivir y morir oscuramente en Villafría.
La misma impureza de su origen, el vicio de su nacimiento, la humilde condición de su desconocida madre, obraban por reacción en su ánimo y casi convertían su orgullo en fiereza. Para limpiar aquella mancha original, quería ser do?a Luz mucho más limpia y mucho más pura.
No quería pordiosear ni deber nada a nadie.
Conservaba sin vender su casa solariega del lugar con sus antiguos muebles y dos criados. Si no vivía en ella, pensaba vivir más tarde, o bien porque don Acisclo
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