Doña Luz | Page 4

Juan Valera
e intelectual en el ánimo del marqués, quien al morir le dejó confiada la joya más hermosa que aún poseía en este mundo.
Era esta joya una ni?a que acababa de cumplir quince a?os cuando murió el marqués. Había sido educada por un aya inglesa que había sido menester despedir por falta de dinero antes de venir a Villafría; pero ya la ni?a hablaba inglés y francés con perfección y estaba muy instruida.
En el lugar había acertado a hacerse querer de todas las gentes, en especial de los pobres, aunque ella también lo era y poco podía favorecerlos.
Huérfana de madre desde que tenía dos a?os, había quedado sola en el mundo al morir el marqués. éste, que jamás había sido casado, había tenido aquella hija en una mujer oscura, pero le había dado su nombre y la había legitimado.
Don Acisclo, muerto el marqués, tuvo grande empe?o en adelantar el dinero para la transmisión del título a la se?orita; pero ésta lo supo, y se opuso del modo más resuelto. Aunque de tan corta edad, pensó y dijo con discreción que hasta era ridículo ser marquesa con tan poco dinero como tenía. Don Acisclo insistió en sacar el título, pero la ni?a se opuso cada vez con más ahínco. Quedose, pues, sin título. Todos en el lugar dejaron de llamarla la marquesita, como la llamaban en vida de su padre, y la llamaron do?a Luz, que era su nombre de pila.
Do?a Luz, como buena hija, lamentó y lloró mucho la muerte del marqués; pero su humilde y cristiana resignación era grande.
Con el tiempo quedó do?a Luz tranquila y consolada. Vivía en casa de D. Acisclo. Conocía su triste situación, y no se atormentaba por ello. Se diría que había olvidado Madrid. Estaba conforme en pasar en Villafría la vida entera.

-II-
Antecedentes y pormenores indispensables aunque enojosos
Desde la muerte del marqués habían transcurrido doce a?os.
Do?a Luz tenía veintisiete y estaba hermosísima: mucho mejor que de quince.
Su buen natural, rectamente encaminado en su ni?ez y en su adolescencia por las lecciones del aya, no la había abandonado nunca. Do?a Luz, sin sibaritismo, con la severidad de quien cumple un deber, había cuidado, y seguía cuidando en el lugar, de su alma y de su cuerpo.
Con el mismo esmero con que procuraba no manchar su inteligencia ni su voluntad con ideas o con afectos indignos, atendía a la material limpieza y al honesto adorno de su persona. Do?a Luz era en todo la pulcritud personificada.
Tal vez por instinto, sin darse cuenta de ello, o al menos no dejándolo sentir ni recelar, se miraba y se complacía más en este que podemos llamar aseo moral y corpóreo, por lo mismo que se veía circundada de gente algo ruda y no muy limpia ni de cuerpo ni de alma, y como si tuviese el temor de contaminarse.
Era tan circunspecta, que jamás dejaba traslucir este temor; y tan hábil sin arte, que nadie la acusaba de desde?osa. Aunque no se bajaba al nivel de nadie, por una dulce, franca y generosa simpatía, procuraba elevar a las gentes a su nivel. Así había logrado infundir respeto y no odio: y las se?oras y se?oritas del lugar, en vez de tomarla por blanco de sus sátiras, solían tomarla por modelo, con lo cual los usos, costumbres y trato social, se habían mejorado bastante.
Los mozos eran más reverentes con las mujeres, y algunas de éstas imitaban ya a do?a Luz, no sin ma?a, en modales y compostura y hasta en el primor y atildamiento con que ella tenía los muebles y alhajas de su tocador, salita y alcoba.
En el momento en que nos ponemos ahora con la imaginación, do?a Luz era un sol que estaba en el zenit. Gallarda y esbelta, tenía toda la amplitud, robustez y majestad, que son compatibles con la elegancia de formas de una doncella llena de distinción aristocrática. La salud brillaba en sus frescas y sonrosadas mejillas; la calma, en su cándida y tersa frente, coronada de rubios rizos; la serenidad del espíritu, en sus ojos azules, donde cierto fulgor apacible de caridad y de sentimientos piadosos suavizaba el ingénito orgullo.
Madrugadora, activa, acostumbrada a dar largos paseos, y a estar en casa empleada en algo útil, la ligereza y el brío de su cuerpo corrían parejas con su beldad y con su gracia. Cuando quería, bailaba como una sílfide; en el andar airoso, semejaba a la divina cazadora de Delos, y montaba a caballo como la reina de las amazonas.
No se negaba a asistir a los bailes, tertulias y otras fiestas que en el lugar se daban. Había ido a las ferias de los lugares cercanos y a algunas romerías, y no esquivaba la conversación de las gentes, aunque con tan juicioso y bien templado decoro, que atinaba a desechar la familiaridad excesiva, sin ofender al vidrioso
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