Cuentos de Amor de Locura y de Muerte | Page 7

Horacio Quiroga
Lidia es mujer capaz de olvidar cuando ha querido?
Ahora hab��a reforzado su insinuaci��n con una leve gui?ada. N��bel valor�� entonces de golpe el abismo en que pudo haber ca��do antes. Era siempre la misma madre, pero ya envilecida por su propia alma vieja, la morfina y la pobreza. Y Lidia... Al verla otra vez hab��a sentido un brusco golpe de deseo por la mujer actual de garganta llena y ya estremecida. Ante el tratado comercial que le ofrec��an, se ech�� en brazos de aquella rara conquista que le deparaba el destino.
--?No sabes, Lidia?--prorrumpi�� alborozada, al volver su hija--Octavio nos invita a pasar una temporada en su establecimiento. ?Qu�� te parece?
Lidia tuvo una fugitiva contracci��n de las cejas y recuper�� su serenidad.
--Muy bien, mam��...
--?Ah! ?no sabes lo qu�� dice? Est�� casado. ?Tan joven a��n! Somos casi de su familia...
Lidia volvi�� entonces los ojos a N��bel, y lo mir�� un momento con dolorosa gravedad.
--?Hace tiempo?--murmur��.
--Cuatro a?os--repuso ��l en voz baja. A pesar de todo, le falt�� ��nimo para mirarla.

#Invierno#
No hicieron el viaje juntos, por ��ltimo escr��pulo de casado en una l��nea donde era muy conocido; pero al salir de la estaci��n subieron en el brec de la casa. Cuando N��bel quedaba solo en el ingenio, no guardaba a su servicio dom��stico m��s que a una vieja india, pues--a m��s de su propia frugalidad--su mujer se llevaba consigo toda la servidumbre. De este modo present�� sus acompa?antes a la fiel nativa como una t��a anciana y su hija, que ven��an a recobrar la salud perdida.
Nada m��s cre��ble, por otro lado, pues la se?ora deca��a vertiginosamente. Hab��a llegado deshecha, el pie incierto y pesad��simo, y en su facies angustiosa la morfina, que hab��a sacrificado cuatro horas seguidas a ruego de N��bel, ped��a a gritos una corrida por dentro de aquel cad��ver viviente.
N��bel, que cortara sus estudios a la muerte de su padre, sab��a lo suficiente para prever una r��pida cat��strofe; el ri?on, ��ntimamente atacado, ten��a a veces paros peligrosos que la morfina no hac��a sino precipitar.
Ya en el coche, no pudiendo resistir m��s, hab��a mirado a N��bel con transida angustia:
--Si me permite, Octavio... ?no puedo m��s! Lidia, ponte delante.
La hija, tranquilamente, ocult�� un poco a su madre, y N��bel oy�� el crugido de la ropa violentamente recogida para pinchar el muslo.
S��bitamente los ojos se encendieron, y una plenitud de vida cubri�� como una m��scara aquella cara ag��nica.
--Ahora estoy bien... ?qu�� dicha! Me siento bien.
--Deber��a dejar eso--dijo rudamente N��bel, mir��ndola de costado.--Al llegar, estar�� peor.
--?Oh, no! Antes morir aqu�� mismo.
N��bel pas�� todo el d��a disgustado, y decidido a vivir cuanto le fuera posible sin ver en Lidia y su madre m��s que dos pobres enfermas. Pero al caer la tarde, y como las fieras que empiezan a esa hora a afilar las u?as, el celo de var��n comenz�� a relajarle la cintura en lasos escalofr��os.
Comieron temprano, pues la madre, quebrantada, deseaba acostarse de una vez. No hubo tampoco medio de que tomara exclusivamente leche.
--?Huy! ?qu�� repugnancia! No la puedo pasar. ?Y quiere que sacrifique los ��ltimos a?os de mi vida, ahora que podr��a morir contenta?
Lidia no pesta?e��. Hab��a hablado con N��bel pocas palabras, y s��lo al fin del caf�� la mirada de ��ste se clav�� en la de ella; pero Lidia baj�� la suya en seguida.
Cuatro horas despu��s N��bel abr��a sin ruido la puerta del cuarto de Lidia.
--?Qui��n es!--son�� de pronto la voz azorada.
--Soy yo--murmur�� N��bel en voz apenas sensible.
Un movimiento de ropas, como el de una persona que se sienta bruscamente en la cama, sigui�� a sus palabras, y el silencio rein�� de nuevo. Pero cuando la mano de N��bel toc�� en la oscuridad un brazo tibio, el cuerpo tembl�� entonces en una honda sacudida.
* * * * *
Luego, inerte al lado de aquella mujer que ya hab��a conocido el amor antes que ��l llegara, subi�� de lo m��s rec��ndito del alma de N��bel, el santo orgullo de su adolescencia de no haber tocado jam��s, de no haber robado ni un beso siquiera, a la criatura que lo miraba con radiante candor. Pens�� en las palabras de Dostojewsky, que hasta ese momento no hab��a comprendido: "Nada hay m��s bello y que fortalezca m��s en la vida, que un puro recuerdo". N��bel lo hab��a guardado, ese recuerdo sin mancha, pureza inmaculada de sus dieciocho a?os, y que ahora estaba all��, enfangado hasta el c��liz sobre una cama de sirvienta...
Sinti�� entonces sobre su cuello dos l��grimas pesadas, silenciosas. Ella a su vez recordar��a... Y las l��grimas de Lidia continuaban una tras otra, regando como una tumba el abominable fin de su ��nico sue?o de felicidad.
II
Durante diez d��as la vida prosigui�� en com��n, aunque N��bel estaba casi todo el d��a afuera. Por t��cito acuerdo, Lidia y ��l se encontraban muy pocas veces solos, y aunque de noche volv��an a verse, pasaban a��n entonces largo tiempo callados.
Lidia ten��a
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