Cuentos de Amor de Locura y de Muerte | Page 5

Horacio Quiroga
aclarar de una vez ese estado de
cosas, y aprovechó para ello un momento en que Lidia no estaba.
--Hablé con mi padre--comenzó Nébel--y me ha dicho que le será
completamente imposible asistir.
La madre se puso un poco pálida, mientras sus ojos, en un súbito fulgor,
se estiraban hacia las sienes.
--¡Ah! ¿Y por qué?
--No sé--repuso con voz sorda Nébel.
--Es decir... ¿que su señor padre teme mancharse si pone los pies aquí?
--No sé--repitió él con inconsciente obstinación.
--¡Es que es una ofensa gratuita la que nos hace ese señor! ¿Qué se ha
figurado?--añadió con voz ya alterada y los labios temblantes.--¿Quién
es él para darse ese tono?

Nébel sintió entonces el fustazo de reacción en la cepa profunda de su
familia.
--¡Qué es, no sé!--repuso con la voz precipitada a su vez--pero no sólo
se niega a asistir, sino que tampoco da su consentimiento.
--¿Qué? ¿qué se niega? ¿Y por qué? ¿Quién es él? ¡El más autorizado
para esto!
Nébel se levantó:
--Señora...
Pero ella se había levantado también.
--¡Sí, él! ¡Usted es una criatura! ¡Pregúntele de dónde ha sacado su
fortuna, robada a sus clientes! ¡Y con esos aires! ¡Su familia
irreprochable, sin mancha, se llena la boca con eso! ¡Su familia!...
¡Dígale que le diga cuántas paredes tenía que saltar para ir a dormir con
su mujer, antes de casarse! ¡Sí, y me viene con su familia!... ¡Muy bien,
váyase; estoy hasta aquí de hipocresías! ¡Que lo pase bien!
III
Nébel vivió cuatro días vagando en la más honda desesperación. ¿Oué
podía esperar después de lo sucedido? Al quinto, y al anochecer,
recibió una esquela:
"Octavio: Lidia está bastante enferma, y sólo su presencia podría
calmarla.
María S. de Arrizabalaga."
Era una treta, no tenía duda. Pero si su Lidia en verdad...
Fué esa noche y la madre lo recibió con una discreción que asombró a
Nébel, sin afabilidad excesiva, ni aire tampoco de pecadora que pide
disculpa.

--Si quiere verla...
Nébel entró con la madre, y vió a su amor adorado en la cama, el rostro
con esa frescura sin polvos que dan únicamente los 14 años, y el cuerpo
recogido bajo las ropas que disimulaban notablemente su plena
juventud.
Se sentó a su lado, y en balde la madre esperó a que se dijeran algo: no
hacían sino mirarse y reir.
De pronto Nébel sintió que estaban solos, y la imagen de la madre
surgió nítida: "se va para que en el transporte de mi amor reconquistado,
pierda la cabeza y el matrimonio sea así forzoso". Pero en ese cuarto de
hora de goce final que le ofrecían adelantado y gratis a costa de un
pagaré de casamiento, el muchacho, de 18 años, sintió--como otra vez
contra la pared--el placer sin la más leve mancha, de un amor puro en
toda su aureola de poético idilio.
Sólo Nébel pudo decir cuán grande fué su dicha recuperada en pos del
naufragio. El también olvidaba lo que fuera en la madre explosión de
calumnia, ansia rabiosa de insultar a los que no lo merecen. Pero tenía
la más fría decisión de apartar a la madre de su vida una vez casados.
El recuerdo de su tierna novia, pura y riente en la cama de que se había
destendido una punta para él, encendía la promesa de una
voluptuosidad íntegra, a la que no había robado ni el más pequeño
diamante.
A la noche siguiente, al llegar a lo de Arrizabalaga, Nébel halló el
zaguán oscuro. Después de largo rato, la sirvienta entreabrió la vidriera:
--No están las señoras.
--¿Han salido?--preguntó extrañado.
--No, se van a Montevideo... Han ido al Salto a dormir abordo.
--¡Ah!--murmuró Nébel aterrado. Tenía una esperanza aún.

--¿El doctor? ¿Puedo hablar con él?
--No está, se ha ido al club después de comer...
Una vez solo en la calle oscura, Nébel levantó y dejó caer los brazos
con mortal desaliento: ¡Se acabó todo! Su felicidad, su dicha
reconquistada un día antes, perdida de nuevo y para siempre! Presentía
que esta vez no había redención posible. Los nervios de la madre
habían saltado a la loca, como teclas, y él no podía hacer ya nada más.
Comenzaba a lloviznar. Caminó hasta la esquina, y desde allí, inmóvil
bajo el farol, contempló con estúpida fijeza la casa rosada. Dió una
vuelta a la manzana, y tornó a detenerse bajo el farol. ¡Nunca, nunca!
Hasta las once y media hizo lo mismo. Al fin se fué a su casa y cargó el
revólver. Pero un recuerdo lo detuvo: meses atrás había prometido a un
dibujante alemán que antes de suicidarse--Nébel era adolescente--iría a
verlo. Uníalo con el viejo militar de Guillermo una viva amistad,
cimentada sobre largas charlas filosóficas.
A la mañana siguiente, muy temprano, Nébel llamaba al pobre cuarto
de aquél. La expresión de su rostro
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