pesar, tenia preocupada la imaginacion con la muerte de mi padre, mi madre y mi hermano, con la insolencia de aquel soez soldado bulgaro, con la cuchillada que me di��, con mi oficio de lavandera y cocinera, con mi capitan bulgaro, con mi sucio Don Isacar, con mi abominable inquisidor, con la horca del doctor Pangl��s, con aquel gran miserere en fabordon durante el qual le di��ron �� vm. doscientos azotes, y mas que todo con el beso que d�� �� vm. detras del biombo la ��ltima vez que nos vimos. D�� gracias �� Dios que nos volvia �� reunir por medio de tantas pruebas, y encargu�� �� mi vieja que cuidase de vm., y me le traxese luego que fuese posible. Ha desempe?ado muy bien mi encargo, y he disfrutado el imponderable gusto de volver �� ver �� vm., de o��rle, y de hablarle. Sin duda que debe tener una hambre canina, yo tambien, tengo buenas ganas, con que cenemos ��ntes de otra cosa.
Sent��ronse pues ��mbos �� la mesa, y despues de cenar se volvi��ron al hermoso canap�� de que ya he hablado. Sobre el estaban, quando lleg�� el se?or Don Isacar, uno de los dos amos de casa; que era s��bado, y venia �� gozar sus derechos, y explicar su rendido amor.
CAPITULO IX.
_Prosiguen los sucesos de Cunegunda, Candido, el Inquisidor general, y el Jud��o._
Era el tal Isacar el hebreo mas vinagre que desde la cautividad de Babilonia se habia visto en Israel. ?Qu�� es esto, dixo, perra Galilea? ?con que no te basta con el se?or inquisidor, que tambien ese chulo entra �� la parte conmigo? Al decir esto saca un pu?al buido que siempre llevaba en el cinto, y creyendo que su contrario no tra��a armas, se tira �� ��l. Pero la vieja habia dado �� nuestro buen Vesfaliano una espada con el vestido completo que hemos dicho: desenvayn��la Candido, y derrib�� en el suelo al Israelita muerto, puesto que fuese de la mas mansa ��ndole.
?Virgen Sant��sima! exclam�� la hermosa Cunegunda; ?qu�� ser�� de nosotros? ?Un hombre muerto en mi casa! Si viene la justicia, soy perdida. Si no hubieran ahorcado �� Pangl��s, dixo Candido, el nos daria consejo en este apuro, porque era eminente fil��sofo; pero pues el nos falta, consultemos con la vieja. Era esta muy discreta, y empezaba �� decir su parecer, quando abri��ron otra puertecilla. Era la una de la noche; habia ya principiado el domingo, dia que pertenecia al se?or inquisidor. Al entrar este ve al azotado Candido con la espada en la mano, un muerto en el suelo, Cunegunda asustada, y la vieja dando consejos.
En este instante le ocurri��ron �� Candido las siguientes ideas, y discurri�� as��: Si pide aux?lio este varon santo, infaliblemente me har�� quemar, y otro tanto podr�� hacer �� Cunegunda; me ha hecho azotar sin misericordia, es mi contrincante, y yo estoy de vena de matar; pues no hay que detenerse. Fu�� este discurso tan bien hilado como pronto; y sin dar tiempo �� que se recobrase el inquisidor del primer susto, le pas�� de parte �� parte de una estocada, y le dex�� tendido cabe el Jud��o. Buena la tenemos, dixo Cunegunda: ya no hay remision; estamos excomulgados, y es llegada nuestra ��ltima hora. ?C��mo ha hecho vm., siendo de tan suave condicion, para matar en dos minutos �� un prelado y �� un Jud��o? Hermosa se?orita, respondi��, quando uno est�� enamorado, zeloso, y azotado por la inquisicion, no sabe lo que se hace.
Rompi�� ent��nces la vieja el silencio, y dixo: En la caballeriza hay tres caballos andaluces con sus sillas y frenos; ens��llelos el esforzado Candido; esta se?ora tiene moyadores y diamantes; montemos �� caballo, y vamos �� Cadiz, puesto que yo no me puedo sentar mas que sobre una nalga. El tiempo est�� hermos��simo, y da contento caminar con el fresco de la noche.
Ensill�� volando Candido los tres caballos, y Cunegunda, ��l, y la vieja anduvi��ron diez y seis leguas sin parar. Mi��ntras que iban andando, vino �� la casa de Cunegunda la santa hermandad, enterr��ron �� Su Ilustr��sima en una suntuosa iglesia, y �� Isacar le tir��ron �� un muladar.
Ya estaban Candido, Cunegunda y la vieja en la villa de Aracena, en mitad de los montes de Sierra-Morena, y decian lo que sigue en un meson.
CAPITULO X.
_De la triste situacion en que, se vi��ron Candido, Cunegunda y la vieja; de su arribo �� Cadiz, y como se embarc��ron para Am��rica._
?Qui��n me habr�� robado mis doblones y mis diamantes? decia llorando Cunegunda; ?c��mo hemos de vivir? ?qu�� hemos de hacer? ?donde he de hallar inquisidores y Jud��os que me den otros? ?Ay! dixo la vieja, mucho me sospecho de un reverendo padre Franciscano que ayer durmi�� en Badajoz en nuestra posada. L��breme Dios de hacer juicios temerarios; pero ��l dos veces entr�� en nuestro
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