que en momentos de extravío o despecho han hecho
traición a su patria; pero esos mismos que por interés la vendieron,
jamás la denigraron en presencia de personas extrañas. De buenos hijos
es ocultar los defectos de sus padres.
--No es lo mismo--dijo el inglés--. Yo conceptúo más compatriota mío
a cualquier español, italiano, griego o francés que muestre aficiones
iguales a las mías, sepa interpretar mis sentimientos y corresponder a
ellos, que a un inglés áspero, seco y con un alma sorda a todo rumor
que no sea el son del oro contra la plata, y de la plata contra el cobre.
¿Qué me importa que ese hombre hable mi lengua, si por más que
charlemos él y yo no podemos comprendernos? ¿Qué me importa que
hayamos nacido en un mismo suelo, quizás en una misma calle, si entre
los dos hay distancias más enormes que las que separan un polo de
otro?
--La patria, señor inglés, es la madre común, que lo mismo cría y
agasaja al hijo deforme y feo que al hermoso y robusto. Olvidarla es de
ingratos; pero menospreciarla en público indica sentimientos quizás
peores que la ingratitud.
--Esos sentimientos, peores que la ingratitud, los tengo yo, según
usted--dijo el inglés.
--Antes que pregonar delante de extranjeros los defectos de mis
compatriotas, me arrancaría la lengua--afirmé con energía, esperando
por momentos la explosión de la cólera de lord Gray.
Pero este, tan sereno cual si se oyese nombrar en los términos más
lisonjeros, me dirigió con gravedad las siguientes palabras:
--Caballero, el carácter de usted y la viveza y espontaneidad de sus
contradicciones y réplicas, me seducen de tal manera, que me siento
inclinado hacia usted, no ya por la simpatía, sino por un afecto
profundo.
Amaranta y doña Flora no estaban menos asombradas que yo.
--No acostumbro tolerar que nadie se burle de mí, milord--dije,
creyendo efectivamente que era objeto de burlas.
--Caballero--repuso fríamente el inglés--, no tardaré en probar a usted
que una extraordinaria conformidad entre su carácter y el mío ha
engendrado en mí vivísimo deseo de entablar con usted sincera amistad.
Óigame usted un momento. Uno de los principales martirios de mi vida,
el mayor quizás, es la vana aquiescencia con que se doblegan ante mí
todas las personas que trato. No sé si consistirá en mi posición o en mis
grandes riquezas; pero es lo cierto que en donde quiera que me presento,
no hallo sino personas que me enfadan con sus degradantes cumplidos.
Apenas me permito expresar una opinión cualquiera, todos los que me
oyen aseguran ser de igual modo de pensar. Precisamente mi carácter
ama la controversia y las disputas. Cuando vine a España, hícelo con la
ilusión de encontrar aquí gran número de gente pendenciera, ruda y
primitiva, hombres de corazón borrascoso y apasionado, no
embadurnados con el vano charol de la cortesanía.
»Mi sorpresa fue grande al encontrarme atendido y agasajado, cual lo
pudiera estar en Londres, sin hallar obstáculos a la satisfacción de mi
voluntad, en medio de una vida monótona, regular, acompasada, no
expuesto a sensaciones terribles, ni a choques violentos con hombres ni
con cosas, mimado, obsequiado, adulado... ¡Oh, amigo mío! Nada
aborrezco tanto como la adulación. El que me adula es mi
irreconciliable enemigo. Yo gozo extraordinariamente al ver frente a mí
los caracteres altivos, que no se doblegan sonriendo cobardemente ante
una palabra mía; gusto de ver bullir la sangre impetuosa del que no
quiere ser domado ni aun por el pensamiento de otro hombre; me
cautivan los que hacen alarde de una independencia intransigente y
enérgica, por lo cual asisto con júbilo a la guerra de España.
»Pienso ahora internarme en el país, y unirme a los guerrilleros. Esos
generales que no saben leer ni escribir, y que eran ayer arrieros,
taberneros y mozos de labranza, exaltan mi admiración hasta lo sumo.
He estado en academias militares y aborrezco a los pedantes que han
prostituido y afeminado el arte salvaje de la guerra, reduciéndolo a
reglas necias, y decorándose a sí mismos con plumas y colorines para
disimular su nulidad. ¿Ha militado usted a las órdenes de algún
guerrillero? ¿Conoce usted al Empecinado, a Mina, a Tabuenca, a
Porlier? ¿Cómo son? ¿Cómo visten? Se me figura ver en ellos a los
héroes de Atenas y del Lacio.
»Amigo mío, si no recuerdo mal, la señora condesa dijo hace un
momento que usted debía sus rápidos adelantamientos en la carrera de
las armas a su propio mérito, pues sin el favor de nadie ha adquirido un
honroso puesto en la milicia. ¡Oh, caballero!, usted me interesa
vivamente, usted será mi amigo, quiéralo o no. Adoro a los hombres
que no han recibido nada de la suerte ni de la cuna, y que luchan contra
este oleaje. Seremos muy amigos. ¿Está usted de guarnición
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