palabras de Teresa debieron halagar mucho a la se?ora, pues correspondi�� a ellas con una sonrisa.
--Pero oiga usted, Manuela: tengo entendido que Rafael le da muchos disgustos.
--Algo hay de eso; pero... ?qu�� quiere usted, Antonio? Cosas de la edad. A la juventud hay que dejarla divertirse. Por eso es tan elegante y tiene buenas relaciones.
--Pero no estudia ni hace nada de provecho--dijo el comerciante, con la inflexibilidad de un hombre dedicado al trabajo.
--Ya estudiar��; talento le sobra para ser sabio. Su padre fue un tronera y vea usted adonde lleg��.
Y do?a Manuela dijo esto con el mismo ��nfasis que si fuese la viuda de un hombre eminent��simo.
Juan hab��a vuelto con el cambio del billete en monedas de plata, y su presencia hizo variar la conversaci��n. Do?a Manuela habl�� de la cena que aquella noche daba en su casa. Las ni?as, Rafael y Juanito, unos amigos de aqu��l... en fin, un buen golpe de gente joven y alegre, que bailar��a, cantar��a y sabr��a divertirse sin faltar a la decencia, hasta llegar la hora de la misa del Gallo. Tambi��n esperaba que fuese Andresito, el hijo de don Antonio, un muchacho paliducho y mimado, v��stago ��nico, que cursaba el segundo a?o de Derecho, hac��a versos, y en compa?��a de Juanito iba muchas veces a casa de do?a Manuela, con fines no tan ocultos que ��sta no torciese el gesto manifestando disgusto.
Y despu��s de haber nombrado al hijo de la casa, volv��a a insistir sobre los amigos de su Rafael, todos gente distinguida, chicos de grandes familias, que asist��an a sus reuniones y organizaban fiestas con las que se pasaba alegremente el tiempo.
--Esta ��poca, amigo Antonio, es muy diferente de la nuestra. Ahora, a los veinte a?os se sabe mucho m��s y se conoce la vida. Hay que dar a la juventud lo que le pertenece, aunque rabien los rancios como mi hermano o el bueno de don Eugenio. Y a prop��sito: ?qu�� es de don Eugenio?
El hombre por quien preguntaba do?a Manuela era el fundador de la tienda de Las Tres Rosas, don Eugenio Garc��a, el decano de los comerciantes del Mercado, un viejo que arrastraba cuarenta a?os en cada pierna, como ��l dec��a, y mostr��base orgulloso de no haber usado jam��s sombrero, content��ndose con la gorrilla de seda, que, seg��n ��l, era el s��mbolo de la honradez, la econom��a y la seriedad del antiguo comercio, rutinario y cachazudo.
La tienda hab��a pasado de sus manos a las del primer marido de do?a Manuela, y de ��ste a su actual due?o; pero don Eugenio no hab��a dejado de vivir un solo d��a en aquella casa, fuera de la cual no comprend��a la existencia.
Como un censo redimible s��lo por la muerte, se hab��an impuesto los due?os de la tienda la obligaci��n de mantener y dar albergue a don Eugenio, el cual, siguiendo sus costumbres independientes de solter��n ��spero y malhumorado, entraba y sal��a sin decir una palabra; com��a lo que le daban; en los d��as que hac��a buen tiempo paseaba por la Alameda con un par de curas tan viejos como ��l, y cuando llov��a o el viento era fuerte, no sal��a de la plaza del Mercado e iba de tienda en tienda con su gorra de seda, su capita azul y su bast��n muleta, para echar un p��rrafo con los veteranos del comercio reposado y a la antigua, cuyas excelencias eran el tema obligado de la conversaci��n. Don Antonio sonri�� al hacer do?a Manuela la pregunta.
--?Don Eugenio...? No s�� d��nde estar��, pero de seguro que no ha salido del Mercado. En d��as como ��ste le gusta presenciar las compras, y pasa horas enteras embobado ante las vendedoras, aunque lo empujen y lo golpeen. Sigue fiel a sus man��as; nunca dice adonde va, y eso que, aunque me est�� mal el decirlo, aqu�� se le tra��a con las mayores consideraciones.
Do?a Manuela se levant�� al ver en una de las puertas a Nelet, que volv��a de casa con la espuerta vac��a.
--Buenas tardes. A��n tengo que hacer muchas compras. Adi��s, Antonio; un beso, Teresa; y no olviden ustedes que esperamos a Andresito esta noche. Adi��s, Juan.
La esposa de Cuadros recibi�� con satisfacci��n infantil los dos sonoros besos de do?a Manuela, y ella, lo mismo que Juanito, siguieron con amorosa mirada a la gallarda se?ora en su marcha entre el gent��o del Mercado.
Otra vez las compras; pero ahora fuera de la plaza, en la calle del Trench. All�� estaban las gallineras en sus mesas empavesadas de aves muertas colgando del pico, con la cresta desmayada, y cay��ndoles como faldones de dorada casaca las rubias mantecas. Las salchicher��as exhalaban por sus puertas acre olor de especias, con cortinajes de seca longaniza en los escaparates y filas de jamones tapizando las paredes; las tociner��as ten��an el frontis adornado con pabellones de morcilla y la blanca manteca en palanganas de
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