se abr��a en la anaqueler��a: una de esas gargantas de lobo que dan entrada a pasillos y escaleras estrechas, infectas como intestinos, que s��lo se encuentran en las casas donde las necesidades del comercio y la aglomeraci��n de mercanc��as disputan a las personas el terreno palmo a palmo.
Sent��ronse los tres en sillas de lustrosa madera, y do?a Manuela, por costumbre, habl�� de los negocios y de lo malos que estaban los tiempos; eterno tema alrededor del cual giran todas las conversaciones de una tienda. Don Antonio sacaba a luz todo un arsenal de afirmaciones que, a fuerza de repetidas, hab��an pasado a ser lugares comunes. Mal iba todo, y la culpa la ten��a el gobierno, un pu?ado de ladrones que no se preocupaban de la suerte del pa��s. En otros tiempos se vend��a bien el vino, ten��an dinero los del arroz, y el comercio daba gusto.... ?Santo cielo! ?Pensar el pa?o negro y fino que ��l hab��a vendido a la gente de la Ribera, las mantas que despachaba, los mantones y pa?uelos que se hab��an empaquetado sobre aquel mostrador...! ?Y todos pagaban en oro...! Pero ahora, ?las cosechas no ten��an salida, no hab��a dinero, el comercio iba de mal en peor y las quiebras eran frecuentes! ��l a��n iba tirando; pero s�� la ?cosa? continuaba de tal modo, acabar��a por cerrar la tienda y morir en el Hospital.
--?Qu�� tiempos aqu��llos, ?eh, Manuela? cuando viv��a el padre de ��ste--se?alando a Juan--y yo era s��lo primer dependiente! Entonces, aunque me est�� mal el decirlo, todos los a?os, al hacer el inventario, quedaban dos o tres mil duritos para guardar. ?Oh! Aunque me est�� mal el decirlo... usted pill�� los buenos tiempos.... ?No es eso, Manuela?
Pero Manuela se limitaba a callar y a sonre��r. Todo aquello, aunque a don Antonio ?le estaba mal el decirlo?, lo hab��a dicho y repetido cuantas veces hablaba con la viuda de su antiguo principal. Y en cuanto a su muletilla ?aunque le estaba mal el decirlo?, gozaba el privilegio de poner nerviosa a do?a Manuela, que ten��a por tonto rematado a su antiguo dependiente.
Abri��se una portezuela del mostrador y entr�� en la tienda la esposa de don Antonio, una mujer voluminosa, con la obesidad blanducha y el cutis lustroso que produce una vida de encierro e inercia y que le ciaban cierto aire monjil. La bondad extremada hasta la estupidez retrat��base en su eterna sonrisa y en la mirada de sus ojos claruchos. Lo m��s caracter��stico en su persona eran los relucientes rizos aplastados por la bandolina, que cubr��an su ancha frente como una cortinilla festoneada, y la costumbre de cruzar las manos sobre el vientre, luciendo en los dedos un surtidor de sortijas falsas.
Hubo besos y abrazos sonoros, pero not��base en las dos mujeres cierta desigualdad en el trato, como si entre ambas se interpusiera la ley de castas. La esposa del comerciante era s��lo Teresa, mientras que ��sta llamaba siempre do?a Manuela a la madre de Juanito, y en sus palabras not��base un acento lejano de humilde subordinaci��n. Los a?os y el frecuente trato no hab��an podido borrar el recuerdo de la ��poca en que Teresa era criada en aquella tienda y el esc��ndalo de los se?ores al verla casada con el dependiente principal. Adem��s, Teresa no hab��a ascendido un solo pelda?o en la escala de la vanidad; en presencia de do?a Manuela revel��base siempre la antigua criada, y aceptaba como una confianza inaudita que la se?ora la tratase con las mismas consideraciones que a un igual.
--S��, do?a Manuela; Antonio y yo hace tiempo que pensarnos visitarla a usted y a las ni?as; ?pero estamos siempre tan ocupados...! ?Vaya, vaya...! ?Qu�� sorpresa...! ?Cu��nto me alegro de verla!
Y con esto se agot�� el repertorio de frases de la buena mujer, que se sent��a cohibida en presencia de la se?ora, hablando poco por temor a decir disparates y atraerse el enojo del esposo, a quien admiraba como modelo de finura y bien decir.
--Y ?c��mo van las compras?--apunt�� don Antonio al notar el mutismo de su compa?era--. ��sta ha salido por la ma?ana a hacer la provisi��n de Pascuas y ha encontrado los precios por las nubes.
--?Calle usted, Antonio! Diez duros me he dejado en esa plaza, y a��n me falta lo m��s importante. A prop��sito: camb��enme ustedes este billete de cincuenta pesetas.
Y Juanito, que hasta entonces hab��a permanecido silencioso, contemplando a su madre con la misma expresi��n de arrobamiento que si fuese un amante, se apresur�� a cumplir su deseo, y casi la arrebat�� el ajado billete que hab��a sacado del limosnero, corriendo despu��s al mostrador.
--?C��mo la quiere a usted ese chico, Manuela!--dijo el comerciante.
--No puedo quejarme de los hijos. Juanito es muy bueno.... Pero ?y Rafael? Cada vez estoy m��s orgullosa de ��l.... ?Qu�� guapo!
--Es el vivo retrato de su padre, el segundo marido de usted.
Estas
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