rubicundeces falsas de productos casi artificiales; los guisantes en sus verdes fundas; todo apetitoso y ex��tico, pero tan caro, que al o��r sus precios retroced��an con asombro los buenos burgueses que por esp��ritu de econom��a iban al Mercado con la espuerta bajo la ra��da capa.
Los dos criados encontraban cada vez m��s pesadas sus cestas, y segu��an con dificultad a la se?ora al trav��s del gent��o compacto e inquieto que se agitaba a la entrada del Mercado Nuevo, cuyos p��rticos, en plena tarde de sol, ten��an la lobreguez y humedad de una boca de cueva.
All�� era donde resultaba m��s insufrible el mon��tono zumbido del Mercado. El techo bajo de los p��rticos repercut��a y agrandaba las voces de los compradores. Un hedor repugnante de carne cruda impregnaba el ambiente, y sobre la l��nea de mostradores ostent��banse los rojos costillares pendientes de garfios, las piernas de toro con sus encarnados m��sculos asomando entre la amarillenta grasa con una armon��a de tonos que recordaba la bandera nacional, y los cabritos desollados, con las orejas tiesas, los ojos llorosos y el vientre abierto, como si acabase de pasar un Herodes exterminando la inocencia.
Mientras tanto, las cestas de Nelet y Visanteta se llenaban hasta los bordes, y en el rostro de los dos criados iba marc��ndose el gesto de mal humor. ?Vaya una compra! El bolso de do?a Manuela parec��a un c��ntaro sin fondo que iba regando de pesetas todo el Mercado.
Abandonaron las carnicer��as para entrar en el mercado de la fruta, entre los dos p��rticos. La gente arremolin��base en las entradas, y all�� fue donde do?a Manuela se dio cuenta por primera vez de la molesta persecuci��n que sufr��a. Hab��a sentido varias veces una t��mida mano desliz��ndose m��s abajo de su talle; pero ahora era m��s: era un pellizco desvergonzado lo que ven��a a atormentarla audazmente en sus redondeces de buena moza.
Volvi�� r��pidamente la cabeza... y ?mire usted que estaba bien...! ?Un se?or venerable, con cara de santito, entretenerse en tales porquer��as! Do?a Manuela lanz�� una mirada tan severa al vejete de rostro bondadoso, que el s��tiro retrocedi��, levantando el embozo de la capa con sus audaces manos.
Sigui�� adelante la ofendida se?ora, pero a los pocos pasos la detuvo el esc��ndalo que estall�� a su espalda. Son�� una bofetada y la voz de Visanteta gritando a todo pulm��n: ??_T��o morra_!?, repitiendo la frase un sinn��mero de veces con la furia de una virtud salvaje que quiere enterar a todo el mundo de su ruda castidad. La gente par��base entre asombrada y curiosa, el cochero re��a abriendo sus quijadas de a palmo, y el vejete, cabizbajo, como si todo aquello no rezase con ��l, escurr��ase discretamente entre el gent��o. Era que la amazona de la huerta, al sentir el primer pellizco del viejo pirata, hab��a contestado con una bofetada, contenta en el fondo de que alguien pusiera a prueba su virtud.
La se?ora la hizo callar, muy contrariada por el esc��ndalo, y siguieron la marcha, mientras Nelet, alegre por este incidente que romp��a lo mon��tono de las compras, preguntaba como un testarudo a la muchacha en qu�� sitio la hab��an pellizcado, y sent��a un escalofr��o de gusto cada vez que ella, ruboriz��ndose, le llamaba ?animal? y ?descarado ?.
La peregrinaci��n prosigui�� a lo largo de unas mesas en las cuales, bajo toldos de madera, estaban apiladas las frutas del tiempo: las manzanas amarillas con la transparencia lustrosa de la cera; las peras cenicientas y rugosas atadas en racimos y colgantes de los clavos; las naranjas doradas formando pir��mides sobre un trozo de arpillera, y los melones mustios por una larga conservaci��n, estrangulados por el cordel que los sosten��a d��as antes de los costillares de la barraca, con la corteza blanducha, pero guardando en su interior la frescura de la nieve y la empalagosa dulzura de la miel. A un extremo del mercadillo, cerca del Repeso, los panaderos con sus mesas atestadas de libretas blancas y morenas, prolongadas unas, como barcos, y redondas y con festones otras, como bonetes de paje; y un poco m��s all��, los ?t��os? de Elche mostrando sus enormes sombreros tras la celos��a formada por los racimos de d��tiles de un amarillo rabioso.
Cuando la se?ora y sus criados volvieron a la gran plaza, detuvi��ronse en la entrada del mercadillo de las flores. Un intenso perfume de heliotropo y violeta sal��a de all��, perdi��ndose en la pesada atm��sfera de la plaza.
Do?a Manuela estaba inm��vil, repasando mentalmente sus compras para saber lo que faltaba. La muchedumbre se agit�� con nervioso oleaje, despidiendo gritos y carcajadas. Ahora, las chicuelas que vend��an sin licencia corr��an perseguidas hacia la calle de San Fernando, y otra vez el reba?o de la miseria, gre?udo, sucio, con las ropas ca��das, pas�� azorado y veloz con triste chancleteo, arroll��ndolo todo, mostrando la palidez del hambre a la muchedumbre glotona y feliz.
Do?a Manuela dio sus
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