Arroz y Tartana | Page 8

Vicente Blasco Ibáñez
se abría en la anaquelería: una de esas gargantas de lobo que dan entrada a pasillos y escaleras estrechas, infectas como intestinos, que sólo se encuentran en las casas donde las necesidades del comercio y la aglomeración de mercancías disputan a las personas el terreno palmo a palmo.
Sentáronse los tres en sillas de lustrosa madera, y do?a Manuela, por costumbre, habló de los negocios y de lo malos que estaban los tiempos; eterno tema alrededor del cual giran todas las conversaciones de una tienda. Don Antonio sacaba a luz todo un arsenal de afirmaciones que, a fuerza de repetidas, habían pasado a ser lugares comunes. Mal iba todo, y la culpa la tenía el gobierno, un pu?ado de ladrones que no se preocupaban de la suerte del país. En otros tiempos se vendía bien el vino, tenían dinero los del arroz, y el comercio daba gusto.... ?Santo cielo! ?Pensar el pa?o negro y fino que él había vendido a la gente de la Ribera, las mantas que despachaba, los mantones y pa?uelos que se habían empaquetado sobre aquel mostrador...! ?Y todos pagaban en oro...! Pero ahora, ?las cosechas no tenían salida, no había dinero, el comercio iba de mal en peor y las quiebras eran frecuentes! él aún iba tirando; pero sí la ?cosa? continuaba de tal modo, acabaría por cerrar la tienda y morir en el Hospital.
--?Qué tiempos aquéllos, ?eh, Manuela? cuando vivía el padre de éste--se?alando a Juan--y yo era sólo primer dependiente! Entonces, aunque me esté mal el decirlo, todos los a?os, al hacer el inventario, quedaban dos o tres mil duritos para guardar. ?Oh! Aunque me esté mal el decirlo... usted pilló los buenos tiempos.... ?No es eso, Manuela?
Pero Manuela se limitaba a callar y a sonreír. Todo aquello, aunque a don Antonio ?le estaba mal el decirlo?, lo había dicho y repetido cuantas veces hablaba con la viuda de su antiguo principal. Y en cuanto a su muletilla ?aunque le estaba mal el decirlo?, gozaba el privilegio de poner nerviosa a do?a Manuela, que tenía por tonto rematado a su antiguo dependiente.
Abrióse una portezuela del mostrador y entró en la tienda la esposa de don Antonio, una mujer voluminosa, con la obesidad blanducha y el cutis lustroso que produce una vida de encierro e inercia y que le ciaban cierto aire monjil. La bondad extremada hasta la estupidez retratábase en su eterna sonrisa y en la mirada de sus ojos claruchos. Lo más característico en su persona eran los relucientes rizos aplastados por la bandolina, que cubrían su ancha frente como una cortinilla festoneada, y la costumbre de cruzar las manos sobre el vientre, luciendo en los dedos un surtidor de sortijas falsas.
Hubo besos y abrazos sonoros, pero notábase en las dos mujeres cierta desigualdad en el trato, como si entre ambas se interpusiera la ley de castas. La esposa del comerciante era sólo Teresa, mientras que ésta llamaba siempre do?a Manuela a la madre de Juanito, y en sus palabras notábase un acento lejano de humilde subordinación. Los a?os y el frecuente trato no habían podido borrar el recuerdo de la época en que Teresa era criada en aquella tienda y el escándalo de los se?ores al verla casada con el dependiente principal. Además, Teresa no había ascendido un solo pelda?o en la escala de la vanidad; en presencia de do?a Manuela revelábase siempre la antigua criada, y aceptaba como una confianza inaudita que la se?ora la tratase con las mismas consideraciones que a un igual.
--Sí, do?a Manuela; Antonio y yo hace tiempo que pensarnos visitarla a usted y a las ni?as; ?pero estamos siempre tan ocupados...! ?Vaya, vaya...! ?Qué sorpresa...! ?Cuánto me alegro de verla!
Y con esto se agotó el repertorio de frases de la buena mujer, que se sentía cohibida en presencia de la se?ora, hablando poco por temor a decir disparates y atraerse el enojo del esposo, a quien admiraba como modelo de finura y bien decir.
--Y ?cómo van las compras?--apuntó don Antonio al notar el mutismo de su compa?era--. ésta ha salido por la ma?ana a hacer la provisión de Pascuas y ha encontrado los precios por las nubes.
--?Calle usted, Antonio! Diez duros me he dejado en esa plaza, y aún me falta lo más importante. A propósito: cambíenme ustedes este billete de cincuenta pesetas.
Y Juanito, que hasta entonces había permanecido silencioso, contemplando a su madre con la misma expresión de arrobamiento que si fuese un amante, se apresuró a cumplir su deseo, y casi la arrebató el ajado billete que había sacado del limosnero, corriendo después al mostrador.
--?Cómo la quiere a usted ese chico, Manuela!--dijo el comerciante.
--No puedo quejarme de los hijos. Juanito es muy bueno.... Pero ?y Rafael? Cada vez estoy más orgullosa de él.... ?Qué guapo!
--Es el vivo retrato de su padre, el segundo marido de usted.
Estas
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