órdenes. Podían regresar los dos a casa y volver Nelet con la espuerta vacía. Quedaba por comprar el pavo, los turrones y otras cosas que tenía en memoria. Ella aguardaría en la ?tienda?.
Y esta palabra bastó para que la entendieran, pues en casa de do?a Manuela, la ?tienda? era por antonomasia el establecimiento de Las Tres Rosas, y fuera de ella no se reconocía otra tienda en Valencia.
Colocada entre la calle de San Fernando y la de las Mantas, en el punto más concurrido del Mercado, participaba del carácter de estas dos vías comerciales de la ciudad. Era rústica y urbana a un tiempo; ofrecía a los huertanos un variado surtido de mantas, fajas y pa?uelos de seda, y a las gentes de la ciudad las indianas más baratas, las muselinas más vistosas. Ante su mostrador desfilaban la bizarra labradora y la modesta se?orita, atraída por la abundancia de géneros de aquel comercio a la pata la llana que odiaba los reclamos, ostentando satisfecho su título de _Casa fundada en 1832_, y cifraba su orgullo en afirmar que todos los géneros eran del país, sin mezcla de tejidos ingleses o franceses.
Do?a Manuela detúvose al llegar frente a la tienda y abarcó su exterior con una ojeada. Del primer piso, y cubriendo el rótulo ajado de la casa, Antonio Cuadros, _sucesor de García y Pe?a_, colgaban largas cortinas formadas de mantas que parecían mosaicos, orladas con complicados borlajes y apretadas filas de madro?os; fajas obscuras, matizadas a trechos con gorros rojos y azules prendidos con alfileres; pa?uelos de seda con piezas de docena, ondulados como nacarado oleaje, y percales estampados, mostrando pájaros fantásticos y ramajes quiméricos con rabiosos colorines que conmovían placenteramente a las bellezas de la huerta.
En el escaparate central estaba la muestra de la casa, lo que había hecho famoso al establecimiento: un maniquí vestido de labradora, con tres rosas en la mano, que al través del vidrio, mirando a los transeúntes con ojos cristalinos, les enviaba la sonrisa de su rostro de cera, punteado por las huellas de cien generaciones de moscas.
Do?a Manuela entró en la tienda. El mismo aspecto de otros tiempos, aunque con cierto aire de restaurada frescura. La anaquelería, de madera vieja, atestada de cajas; sobre el mostrador telas y más telas extendidas sin compasión hasta barrer el suelo; dependientes con el pelo aceitoso y las brillantes tijeras asomando por la abertura del bolsillo, y mujeres discutiendo con ellos, como si estuvieran en el centro del Mercado, abrumándolos con irritantes exigencias.
--Voy al momento, Manuela. Siéntese usted.
El que así hablaba era un hombre fornido, de áspero bigote, estrecha frente, pelo hirsuto y fuerte, rebelde a peines y cepillos, con las puntas hacia adelante, y quijada brutal, que se disimulaba un tanto bajo una sonrisa bondadosa. Estaba ocupado en vender un tapabocas a dos mujeres que llevaban de las manos a un chiquillo barrigudo, y era de admirar la paciencia con que aquel hombre, siempre sonriendo, sufría a las feroces compradoras, que por seis reales regateaban durante ?media hora.
Do?a Manuela atendía con interés las palabras de los compradores y no volvió la cabeza para ver quién abría la puertecilla de la garita--a la que pomposamente llamaban despacho--y saltaba velozmente el mostrador.
--Siéntese usted, mamá.
Era Juanito quien la hablaba, su hijo mayor, un muchacho nacido en la misma tienda, que seguía agarrado a ella ?sin servir para nada?, como decía su madre, y sin querer ser otra cosa que comerciante.
Estaba próximo a los treinta a?os. Era alto, enjuto, desgarbadote y algo cargado de espaldas; la barba espesa y crespa se le comía gran parte del rostro, dándole un aspecto terrorífico de bandido de melodrama; pero no era más que un antifaz, pues examinándolo bien, bajo la máscara de pelo veíase la cara sonrosada e inocente de un ru?o, la mirada tímida y la sonrisa bondadosa de esos seres detenidos en la mitad de su crecimiento moral, que aunque mueran viejos son débiles y blandos, faltos de voluntad, incapaces de vivir sin el calor que presta el cari?o.
--?Ah! ?Eres tú, Juanito...?--dijo do?a Manuela--. ?Qué hacías?
--Lo de siempre. Estaba trabajando en los libros de la casa, ordenando el trabajo para el próximo inventario de fin de a?o.
Y Juanito, que hablaba con cierto entusiasmo de sus tareas, y en menos de veinte palabras mezcló varias veces el debe y el haber, viose interrumpido por su principal, don Antonio Cuadros, que tras media hora de regateo acababa de vender el tapabocas para el chicuelo panzudo.
--Pero siéntese usted, Manuela... a menos que quiera usted molestarse subiendo al entresuelo. Teresa se alegrará de verla.
--No, Antonio; otro día vendré con menos prisa: he entrado para esperar a Nelet y continuar las compras.
--Pues entonces bajará ella.... ?Muchacho, avisa a la se?ora que está aquí do?a Manuela! Un aprendiz lanzóse a la carrera por una puertecilla obscura que
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