blancas; del opuesto nosotros, los varoncitos, de gala, ornado el brazo con un mo?o de moar�� flecado de oro. Y luego, la salida del Templo, despu��s de dar gracias. ?Ah! ?Qu�� alegremente que repicaban las campanas! ?C��mo ol��an los aires a primavera! Ven��an las brisas cargadas de azahar, y esparc��an por la ciudad no s��lo el aroma de los naranjales, sino los mil olores de los huertos y de los bosques cercanos; los aromas embriagantes de las amapolas, de los ac��nitos y de los jinicuiles florecidos, como si la naturaleza despilfarrara todos sus perfumes en obsequio de los ni?os que volv��an a sus hogares. Y all��, ?qu�� fiesta tan hermosa! ?Qu�� desayuno aquel! ?El comedor que parec��a un jard��n! Sobre blanco mantel las garrafas llenas de leche fresca; en fuentes que s��lo sal��an cuando repicaban recio, pasteles, tortas, hojaldres, las bizcotelas del convento de las Teresitas, suaves, esponjadas, porosas, llovidas de az��car como nieve; vasos y copas que de limpios parec��an diamantes. En grandes jarrones de porcelana espa?ola,--los viejos jarrones de la familia,--frescos ramilletes de rosas, lirios y azucenas; y por todas partes, regados aqu�� y all��, p��talos rosados, amarillos, blancos, purp��reos; y apiladas en torno de mi taza, las m��sticas y caducas balsaminas,--los chinos de castor,--que de ordinario engalanaban la humilde lamparilla de la Dolorosa, luc��an ahora en aquel banquete religioso su n��vea veste manchada de carm��n.
En la vasera, convertida en altar, entre dos candelabros con las velas encendidas, el cuadrito de San Luis Gonzaga, el santo angelical, ofreciendo de rodillas, ante la Reina de los Cielos, lisada corona, la vida y el alma. Enfrente el retrato del abuelito, el abuelo que muy grave y seriote parec��a desarrugar el adusto ce?o para sonreir a su nieto.
Al concluir el alegre desayuno, cuando me levantaba yo ahito de pasteles, mi t��a Pepa, entre afable y severa, me detuvo diciendo:
--Te falta una cosa, Rodolfo....
--?Qu�� cosa, t��a?
--?Dar gracias, Rorr��!...
Me hicieron rezar el Padre nuestro, el Ave Mar��a, la oraci��n de San Luisito, y un requiem, y otro, y otro m��s, por el abuelito, por la abuelita y por mis padres.
?C��mo me entristecieron las f��nebres preces! ?Pas�� por mi alma no s�� qu��, algo como una sombra de fugitivo dolor!
El carruaje iba a todo correr por el ancho camino. La noche ven��a, y el caser��o se perd��a en las tinieblas. Al fin de la dehesa, al otro lado del riachuelo, detr��s de una hilera de sauces babil��nicos, blanqueaba el templo, cuyas campanas convocaban a la oraci��n.
En las vertientes, en los repliegues de las monta?as, en las espesuras del valle, fulguraban las hogueras. La noche obscurec��a los matorrales cercanos; llegaban hasta nosotros el mugir de las reses y el tomear de los vaqueros; un ej��rcito alado cruzaba los espacios raudo y vibrante, y en el cielo sin nubes brillaba la triste luna con apacible claridad.
Desde lo alto de la cuesta descubrimos la ciudad. Silenciosa y l��nguida, se me antoj�� rendida de cansancio. A la p��lida luz del astro nocturno columbr�� los principales edificios: el convento de los franciscanos, pesado y sombr��o; la iglesia del Cristo con su arrogante c��pula; la Parroquia, la Casa Municipal, y a la derecha, en el montecillo, en una loma, siempre tapizada de mullido c��sped, la capilla de San Antonio, donde las muchachas solteras y sin gal��n iban a rezar y a decir aquello de
Bendito San Antonio, tres cosas te pido: salvaci��n, y dinero, y un buen marido;
y donde los chicos de la Escuela del Cura y los de la Escuela Nacional re?��an tremendas batallas.
All��, en la sabanita, a espaldas del santuario, eran las carreras de caballos el d��a de San Juan.
Poco tiempo, pocas horas, y de ma?anita ir��a yo con algunos amigos de la infancia a recorrer aquellos sitios. Subir��amos al campanario para mirar desde all�� el magn��fico panorama de Villaverde, tan hermoso, tan bello para m��, que otros, tal vez mejores, no me le hicieran olvidar.
La diligencia se detuvo en la garita. Los guardas salieron a cobrar no s�� qu�� gabela de seguridad p��blica, con lo cual no hab��a contado el pobre estudiante escaso de dineros. ?Qu�� hacer? ?Le detendr��an si no pagaba? Lleno de angustia registr�� mis bolsillos.... ?Nada! El ganadero comprendi�� lo que me pasaba, y desprendido, francote como era, veracruzano al fin, pag�� por la anciana y por m��, antes de que dij��semos una palabra. Diciendo pestes del recaudador, que le o��a sereno e inmutable, y echando ternos contra el Gobierno, que cobraba semejantes impuestos sin mantener en los caminos ni un soldado, volvi�� a su asiento y a su zarape multicolor.
All�� el veh��culo comenz�� a dar tumbos y m��s tumbos. Las calles de Villaverde estaban peores que la carretera. Fu�� reconociendo las casas y sitios de aquel barrio perdidos en mi memoria. Tenduchas solitarias, alumbradas por un farolillo; casucas de madera deshabitadas y miserables; expendios
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