ni me ahogaba el polvo, ni me arrancaban una sola queja los tumbos del inc��modo y ruidoso veh��culo. Hubiera yo querido duplicar el tiro, emborrachar a los cocheros y hostigar a las bestias, a fin de recorrer en pocos minutos las tres leguas que faltaban para llegar a Villaverde. Aniquilado por la impaciencia, me arrincon�� en el asiento, delante de la anciana y junto al ganadero; recog�� la indomable cortina y me puse a contemplar el paisaje, aquellos campos f��rtiles y ricos, aquellas monta?as cubiertas de abetos, vistos diez a?os antes, a trav��s de las l��grimas, una fr��a ma?ana del mes de Enero a los fulgores purp��reos del sol naciente.
Nada hab��a variado: las arboledas, m��s copadas, conservaban la misma disposici��n, el mismo aspecto; el caser��o de la hacienda pr��xima volv��a ante mis ojos igual, id��ntico, como una estampa admirada en la ni?ez, y que el mejor d��a, cuando menos lo esperamos, viene a recordarnos ��pocas dichosas. Blancas las paredes del lado del Poniente; las orientales, pardas, ennegrecidas por los vientos salobres de la Costa. Las enredaderas, que trepaban por la torrecilla hasta prender sus tallos en la cruz de hierro, hac��an gala de sus festones floridos, y en las cornisas, en los tejados, en los ��rboles, friolentas palomas, pichones tornasolados, esperaban la noche para recogerse al amoroso nido.
El triste Octubre prodigaba en laderas y rastrojos amarillas flores, y al soplo del viento que pasaba susurrando, los fresnos se estremec��an y dejaban caer las muertas hojas.
En el ancho camino el rechinar lejano de una carreta vac��a, y orilladas a un vallado de piedras, paso a paso, vuelto el arado doblegadas al yugo y seguidas de los ga?anes, media docena de yuntas que volv��an de los barbechos. En el real solitario, junto al estanque de aguas turbias, una parvada de ocas; los techos pajizos envueltos en la gasa del humo vespertino; detr��s, la casa de la hacienda, vetusta en parte, con aires de arruinada fortaleza, en parte sonriente y alegre, restaurada, rejuvenecida al gusto europeo, dejando adivinar en las vidrieras luminosas y en las verdes persianas un interior elegante y rico.
Fondo de aquel hermoso cuadro, graciosa cordillera, valles conocidos y amados, un cielo l��mpido y puro, por el cual ascend��a la creciente luna semivelada en un celaje.
--?De qui��n es esta hacienda?--pregunt��.
H��celo, acaso con el pensamiento, porque nadie me respondi��. La anciana dormitaba; el ganadero doblaba cuidadosamente, por la mil��sima vez, su valioso zarapo multicolor.
--?C��mo se llama esta finca? ?De qui��n es?--repet��.
--Santa Clara.... Es de un tal Fern��ndez....--murmur�� el campesino, exclamando en seguida, sin dejar el jorongo:--?Buena boyada! ?Hartos pesos! Alzan aqu�� unas cosechas, amigo, unas cosechas... que... ?vaya!
Segu�� entregado a la contemplaci��n del paisaje.
Para m�� se hac��a transparente, como para dejarme ver entre sombras una casa humilde y modesta, la casa paterna, donde me aguardaban mis t��as, dos hermanas de mi madre, dos ancianas amables y cari?osas.
Unico amparo del ni?o desdichado que no tuvo la buena suerte de conocer a sus padres, ellas le recogieron, le criaron, y a costa de no pocos sacrificios le proporcionaban educaci��n. El que sali�� chiquillo volv��a hecho un mancebo; ven��a crecido y guapo; negro bozo le sombreaba los labios; no hab��a malogrado tantos afanes, y en ��l cifraban las buenas se?oras toda su dicha.
Ya estar��an disponi��ndose para ir a recibirle; ya le tendr��an lista la alcoba y la merienda. ?Ah! s��, todo quedar��a dispuesto y bien arreglado. La recamarita, aquella que daba al patio, muy aseada y cuca, con su cama albeando, con su aguamanil provisto de todo. Y all�� estar��a, sin duda, el retrato del abuelo, muy estirado, de gran uniforme, el pecho cuajado de cruces.... ?El abuelito! Un general del antiguo ej��rcito, honor y gloria de la familia; santanista feroz que pele�� en Tampico y en Veracruz, que se bati�� como un h��roe en Churubusco; y que sigui�� a S.A.S. a las Antillas, de donde volvi�� desenga?ado, viejo, enfermo, y... pobre.
Habr��an colocado tambi��n, a la cabecera, el cuadrito de San Luis Gonzaga, que no quise llevarme, a pesar de las s��plicas de mi t��a Carmen. Ella me le regal�� el d��a que hice mi primera comuni��n. Piadoso obsequio, dulce recuerdo de aquel Viernes de Dolores venturoso y feliz en que mi alma ten��a la pureza de las azucenas; en que los cielos y la tierra me sonre��an, cuando en el templo alfombrado de amapolas, entre el humo de los incensarios, a los acordes solemnes del ��rgano, delante de un altar, resplandeciente, me acerqu�� tr��mulo, anonadado, a recibir el Pan Eucar��stico.
Me parece que veo al sacerdote, venerable anciano de aspecto dulc��simo como San Vicente de Paul, que, seguido de los ac��litos que vest��an mantos nuevos y sobrepellices limpias, descend��a, trayendo en una mano ��ureo cop��n, y en la otra la Forma Inmaculada.
De un lado las ni?as, cubiertas con velos vaporosos, ce?ida la si��n de rosas
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