en el subsuelo, y en el subsuelo estaba ya preparada la semilla; prueba c��mo ella fructifera. Aun los m��s ajenos al movimiento inicial, se sintieron (y aqu�� tambi��n puedo decir, nos sentimos) inmediatamente arrastrados por ��l; de tal manera que aun antes de que la invasi��n de las provincias occidentales diera grave y decisiva importancia al guante arrojado al Gobierno de Espa?a, ya hab��amos sentido muchos, que ve��amos venir la ola arrolladora, que lo peor que pod��a suceder a los nacidos en Cuba ser��a que ese Gobierno de Espa?a aplastara militarmente a la revoluci��n; y aun algunos, sin creer que aquella revoluci��n pod��a tener un ��xito, mucho menos cercano; sin pensar que en el per��odo relativamente corto de tres a?os se triunfara; pensaron que era necesario un movimiento general para prestar auxilios a dicha revoluci��n, procurando al menos colocar el pleito en condiciones de transacci��n que a Espa?a resultara irremediable; primera victoria, que hab��a de ser victoria definitiva, un poco m��s tarde, de Mart�� ya muerto, sobre nuestros corazones.
Era, indudablemente, un hombre extraordinario el que lleg�� a producir en un pueblo, peque?o o grande, eso poco importa, fen��meno como el que acabo de indicar. Dec��ales a ustedes hace poco que hab��a en realidad en su vida toda algo que indica que ��l se consideraba providencialmente destinado a semejante misi��n. Esa impresi��n, mucho tiempo despu��s de muerto ��l, la recib�� directamente por unos renglones suyos, y en la obra de menos importancia de todas aquellas que ha publicado el se?or Gonzalo de Quesada, piadoso recolector de sus escritos; en una que se titula _La Edad de Oro_ y que es un volumen que contiene los trabajos que insertara Mart�� en cuatro o cinco n��meros, muy pocos, de una revista que public��, dedicada a los ni?os, y de la que ��l era el director y el redactor casi ��nico. En uno de esos art��culos, que se encuentra al principio, el que se denomina ?Tres H��roes?, Mart�� habla a los ni?os, en sencillo lenguaje, de Bol��var, de Hidalgo y de San Mart��n; y refiri��ndose al primero, escribe estas palabras que voy a permitirme leeros y en las que entiendo que hay incuestionable, inconscientemente, y en s��ntesis, un poco de autorretrato:
?Bol��var era peque?o de cuerpo. Los ojos le relampagueaban, y las palabras se le sal��an de los labios. Parec��a como si estuviera esperando siempre la hora de montar a caballo. Era su pa��s, su pa��s oprimido, que le pesaba en el coraz��n, y no le dejaba vivir en paz. La Am��rica entera estaba como despertando. Un hombre solo no vale nunca m��s que un pueblo entero; pero hay hombres que no se cansan, cuando su pueblo se cansa, y que se deciden a la guerra antes que los pueblos, porque no tienen que consultar a nadie m��s que a s�� mismos, y los pueblos tienen muchos hombres, y no pueden consultarse tan pronto. Ese fue el m��rito de Bol��var, que no se cans�� de pelear por la libertad de Venezuela, cuando parec��a que Venezuela se cansaba. Lo hab��an derrotado los espa?oles: lo hab��an echado del pa��s. ��l se fue a una isla, a ver a su tierra de cerca, a pensar en su tierra?.
Cuando esto le�� hace poco m��s de un a?o, poco antes de que el se?or Viondi pronunciara aqu�� el discurso del a?o anterior, me pareci�� que en estas palabras Mart�� se retrataba a s�� mismo. No era ��l de aventajada estatura, era m��s bien peque?o de cuerpo (acaso fuera de la propia estatura de Bol��var); era nervioso tambi��n, como a Bol��var pintara; sus ojos, todos los que lo conocieron lo dicen, relampagueaban; las palabras asimismo se sal��an de sus labios; y cuando su pueblo se hab��a cansado de pelear, ��l no se hab��a cansado del prop��sito de iniciar una nueva lucha; ��l hab��a decidido la guerra solo, porque solo a s�� mismo se consultaba; no necesitaba consultar a su pueblo y le parec��a tambi��n muy dif��cil consultar la opini��n de muchos. Y tan hab��a decidido la guerra ��l solo, que a los jefes principales de aquella lucha, a los generales M��ximo G��mez y Antonio Maceo, los fue a buscar; y lo que no hab��an decidido ellos, ��l hubo de decidirlo y fue ��l solo, ��l quien sac�� de su inacci��n a tales hombres y en la aventura los embarc��. Cuando escrib��a tales palabras de Bol��var, es probable que pensara en s�� mismo; es probable que no quisiera establecer una franca comparaci��n, cosa que su propia modestia hab��a de vedarle; pero yo dudo de que nadie que lo haya conocido, de que nadie que, aun sin conocerlo, haya o��do hablar de ��l tanto como lo hemos o��do nosotros todos, deje de encontrar su propio esp��ritu, su propio temperamento, la condensaci��n de su car��cter y de su historia, en esas l��neas en que
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