Viajes por Filipinas: De Manila á Albay | Page 7

Juan Álvarez Guerra
tranquilidad del que jamás había roto un plato.
Aquí vendrían bien dos líneas de puntos suspensivos, ó el obligado cuentecito de duendes y aparecidos; pero como no se me apareció nadie, ni so?é que me cogía un toro, ó cosa que lo valga, renuncio á los puntitos y á soporíferas relaciones, limitándome á decir que con la luz del alba de un nuevo día volví á la vida real, entrando en el concurso social, como diría un aprendiz á objetivo subjetivo, habiendo previamente cubierto mis calzoncillos con telas menos ligeras.
Salí de la cámara. La mar estaba tan perfectamente dormida, cual yo lo había estado dos horas antes. Una brisita impregnada de puras emanaciones azoadas daban elasticidad y bienestar á todo el cuerpo. Bienestar que en mí se aumentó al ver el inverosímil pié, por lo peque?o, de Enriqueta, la que subía por la escalera de la cubierta recogiendo ligeramente su saya de fuertes colores.
Con la confianza que da el vivir bajo un mismo techo, y la que presta todo viajero, me acerqué á la mestiza, sirviéndome de introductor su pasado mareo. Hablamos de varias cosas, indiferentes al principio, acentuadas después, é intencionadas más tarde. Enriqueta tenía suelto su rizado y hermoso pelo, este arrancó de mis labios la primera palabra del arriesgado lenguaje de las personalidades. La mestiza por lo general es muy susceptible, así que es difícil abordar esos sabrosos discreteos en que entran en juego la galante frase, la emboscada promesa y las incipientes sensaciones.
--Con tanto pelo como V. tiene no me extra?a le duela la cabeza.
--Gracias por la lisonja,--contestó Enriqueta sonriendo, al par que instintivamente jugaba con las espirales de uno de sus hermosos rizos.
--No hay lisonja alguna, pues presumo no aceptará como tal el que la duela la cabeza.
--Antes de los dolores que solo son presuntivos se ha ocupado de una abundancia que por mucha que sea, jamás creemos excesiva las mujeres.--Esta contestación me hizo comprender que no solo tenía á mi lado una mujer hermosa sino también una mujer discreta.
A las dos horas de conversación estoy completamente seguro que Enriqueta lo estaba también de no haberse equivocado al conceptuarse bonita, circunstancia que la sabe toda la que lo es, antes de que la pongan el primer vestido largo, pero que las gusta comprobar siempre que se presenta ocasión, no en la luna del espejo sino en la frase y en los ojos del hombre con quien hablan. La mujer hasta los treinta a?os, constantemente está alerta, á la primera palabra que se cruza con un individuo del sexo opuesto, se pone en guardia; si no le agrada contrae las cejas y su contestación fría y displicente le dice atrás paisano, siguiendo imperturbable su camino; si por el contrario le agrada, entonces el disimulo es imposible, en este caso procede una proclama incendiaria y el motín es casi seguro.
La impertinente voz de Matilde llamando á su hermana cortó nuestra conversación.
Hasta el almuerzo no volvió á salir Enriqueta de su camarote. Mientras duró aquel se habló de distintas cosas, sin que pudiese reanudar la conversación pendiente, pues no bien se sirvió el café se volvieron á la cámara las dos mestizas.
Por la tarde tuve ocasión de acercarme á Enriqueta de quien supe varios detalles de su vida. Aquella era mestiza inglesa, su padre respetable comerciante escocés había heredado de sus mayores toda la rigidez de los principios puritanos, en cuya doctrina hacia dos a?os había bajado á la tumba, dejando á Enriqueta bajo la guarda de Matilde, casada hacia algún tiempo con un comerciante espa?ol quien á la sazón se encontraba en la provincia de Albay dedicado á su profesión.
Enriqueta varias veces había significado sentimiento por ausentarse de Manila; traté de indagar la causa y á vuelta de algunos rodeos supe que aquella iba todos los sábados al cementerio protestante, en cuyo solitario recinto descansaban los restos de su padre, cuya tumba tenía limpia de ramas y malezas el filial cuidado de Enriqueta, quien me dijo que el peque?o enverjado que cierra el mausoleo estaba recubierto de las rojas campanillas de las trepadoras enredaderas, á cuya sombra se resguardaban gran número de macetas en las que se criaban pintadas y caprichosas flores.
--Siento no estar en Manila en esta ocasión,--dije cuando concluyó Enriqueta de darme aquellos pormenores.
--?Y por qué lo siente V.?--me replicó aquella.
--Lo siento porque quizás cuando V. vuelva á Manila encontrará secas y mustias las flores, mientras que si yo estuviese allí las hallaría cual las dejó.
--Mi ausencia será corta, pues mi cu?ado trata de realizar su negocio, y nos volveremos en seguida; entretanto he dejado bien gratificado al guarda, con promesa de aumentar el premio, si á mi vuelta encuentro en perfecto estado el peque?o jardín que sombrea los dorados caracteres que se?alan sobre el mármol el nombre de mi padre.
Enriqueta al pronunciar aquellas palabras se
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