autores repitan la dosis?
Y es que antes se llega a la celebridad con escándalo y talento, que con
talento solo; y aun suple a veces al talento el escándalo. Zola mismo lo
dice: el número de ediciones de un libro no arguye mérito, sino éxito.
No censuro yo la observación paciente, minuciosa, exacta, que
distingue a la moderna escuela francesa: desapruebo como yerros
artísticos, la elección sistemática preferente de asuntos repugnantes o
desvergonzados, la prolijidad nimia, y a veces cansada, de las
descripciones, y, más que todo, un defecto en que no sé si repararon los
críticos: la perenne solemnidad y tristeza, el ceño siempre torvo, la
carencia de notas festivas y de gracia y soltura en el estilo y en la idea.
Para mí es Zola el más hipocondriaco de los escritores habidos y por
haber; un Heráclito que no gasta pañuelo, un Jeremías que así lamenta
la pérdida de la nación por el golpe de Estado, como la ruina de un
almacén de ultramarinos. Y siendo la novela, por excelencia, trasunto
de la vida humana, conviene que en ella turnen, como en nuestro existir,
lágrimas y risas, el fondo de la eterna tragicomedia del mundo.
Estos realistas flamantes se dejaron entre bastidores el puñal y el
veneno de la escuela romántica, pero, en cambio, sacan a la escena una
cara de viernes mil veces más indigesta.
¡Oh, y cuán sano, verdadero y hermoso es nuestro realismo nacional,
tradición gloriosísima del arte hispano! ¡Nuestro realismo, el que ríe y
llora en la Celestina y el Quijote, en los cuadros de Velázquez y Goya,
en la vena cómico-dramática de Tirso y Ramón de la Cruz! ¡Realismo
indirecto, inconsciente, y por eso mismo acabado y lleno de inspiración;
no desdeñoso del idealismo, y gracias a ello, legítima y profundamente
humano, ya que, como el hombre, reúne en sí materia y espíritu, tierra y
cielo! Si considero que aun hoy, en nuestra decadencia, cuando la
literatura apenas produce a los que la cultivan un mendrugo de amargo
pan, cuando apenas hay público que lea ni aplauda, todavía nos adornan
novelistas tales, que ni en estilo, ni en inventiva, ni acaso en
perspicacia observadora van en zaga a sus compañeros de Francia e
Inglaterra (países donde el escribir buenas novelas es profesión, a más
de honrosa, lucrativa), enorgullézcome de las ricas facultades de
nuestra raza, al par que me aflige el mezquino premio que logran los
ingenios de España, y me abochorna la preferencia vergonzosa que tal
vez concede la multitud a rapsodias y versiones pésimas de Zola,
habiendo en España Galdós, Peredas, Alarcones y otros más que omito
por no alargar la nomenclatura.
Si a algún crítico ocurriese calificar de realista esta mi novela, como
fue calificada su hermana mayor Pascual López, pídole por caridad que
no me afilie al realismo transpirenaico, sino al nuestro, único que me
contenta y en el cual quiero vivir y morir, no por mis méritos, si por mi
voluntad firme. Tanto es mi respeto y amor hacia nuestros modelos
nacionales, que acaso por mejor imitarlos y empaparme en ellos, di a
Pascual López el sabor arcaico, ensalzado hasta las nubes por la
benevolencia de unos, por otros censurado; pero, en mi humilde parecer,
no del todo fuera de lugar en una obra que intenta--en cuanto es posible
en nuestros días, y en cuanto lo consiente mi escaso ingenio--recordar
el sazonadísimo y nunca bien ponderado género picaresco. No tendría
disculpa si emplease el mismo estilo en UN VIAJE DE NOVIOS, de
índole más semejante a la de la moderna novela llamada de costumbres.
Aun pudiera curarme en salud, vindicándome anticipadamente de otro
cargo que tal vez me dirija algún malhumorado censor. Hay quien cree
que la novela debe probar, demostrar o corregir algo, presentando al
final castigado el vicio y galardonada la virtud, ni más ni menos que en
los cuentecicos para uso de la infancia. Exigencia es esta a que no están
sujetos pintores, arquitectos ni escultores: que yo sepa, nadie puso
tacha a Velázquez porque de sus Hilanderas o sus Niños bobos no
resulte lección edificante alguna. Sólo al mísero escritor entregan férula
y palmeta a fin de que vapulee a la sociedad, pero con tal disimulo, que
ésta haya de tomar los disciplinazos por caricias, y enmendarse a puros
entretenidos azotes. Yo de mí sé decir que en arte me enamora la
enseñanza indirecta que emana de la hermosura, pero aborrezco las
píldoras de moral rebozadas en una capa de oro literario. Entre el
impudor frío y afectado de los escritores naturalistas y las homilías
sentimentales de los autores que toman un púlpito en cada dedo y se
van por esos trigos predicando, no escojo; me quedo sin ninguno. Podrá
este mi criterio parecer a unos laxo, a otros en demasía estrecho: a mí
me
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