microscopio: sin que se diesen cuenta de que acaso ambos admiraban en la ni?a una sola y misma cosa, vista por distinto lado, a saber: la salud perfecta.
Quiso el se?or Joaqu��n, a su modo, educar bien a Luc��a; y en efecto, hizo cuanto es posible para estropear la superior naturaleza de su hija, sin conseguirlo, tal era ella de buena. Impulsado, por una parte, por el deseo de dar a Luc��a conocimientos que la realzasen, recelando, de otra, que se dijese por el pueblo en son de burla que el t��o Joaqu��n aspiraba a una hija se?orita, educola h��bridamente, teni��ndola como externa en un colegio, bajo la f��rula de una directora muy remilgada, que afirmaba saberlo todo. All�� ense?aron a Luc��a a chapurrear algo el franc��s y a teclear un poco en el piano; ideas serias, perdone usted por Dios; conocimientos de la sociedad, cero; y como ciencia femenina-ciencia harto m��s complicada y vasta de lo que piensan los profanos--, alguna laborcica tediosa e in��til, am��n de fea; cortes de zapatillas de p��simo gusto, pecheras de camisa bordadas, faltriqueras de abalorio... Felizmente el padre Urtazu sembr�� entre tanta tierra vana unos cuantos granitos de trigo, y la ense?anza religiosa y moral de Luc��a fue, aunque sumaria, recta y s��lida, cuanto eran f��tiles sus estudios de colegio. Ten��a el padre Urtazu m��s de moralista pr��ctico que de asc��tico, y la ni?a tom�� de ��l m��s documentos provechosos para la conducta, que doctrina para la devoci��n. De suerte que sin dejar de ser buena cristiana, no pas�� a fervorosa. La completa placidez de su temperamento vedaba todo extremo de entusiasmo a su alma: algo hab��a en aquella ni?a del reposo ol��mpico de las griegas deidades; ni lo terrenal ni lo divino agitaban la serena superficie del ��nimo. Sol��a decir el padre Urtazu, adelantando el labio con su acostumbrado visaje:
--Estamos dormiditos, dormiditos; pero ya s�� yo que no estamos muertecitos... y el d��a en que nos despertemos... tendr�� que ver. Dios quiera que para bien sea.
Eran las amigas de Luc��a Rosarito, la hija de la fondista do?a Agustina; Carmen, la sobrina del magistral, y varias doncellas de an��loga posici��n, entre las cuales muchas so?aban con el blando sosiego, con la apacible uniformidad de la vida conventual, y hac��an pintura tentadora de las delicias del claustro, del sentimiento suav��simo del d��a de la profesi��n, cuando coronadas de flores bajo el c��ndido velo, se ofreciesen a Cristo, con el refinado dulzor de a?adir: ?para siempre, para siempre?. O��alas Luc��a sin que una sola fibra de su ser respondiese, vibrando, a aquel ideal. La vida activa la llamaba con voces en��rgicas y profundas. No obstante, tampoco la inspiraban deseo de imitarlas otras compa?eras suyas, a quienes ve��a esconder furtivamente en el corpi?o la cartita, o asomarse al balc��n prontas, ruborizadas y ansiosas. En su infancia, prolongada por la inocencia y la radiante salud, no cab��an m��s placeres que correr por las alamedas que a Le��n rodean, brincar con regocijo, cual pudiera adolescente ninfa retozando por los valles helenos.
Cre��a el se?or Joaqu��n a pie juntillas haber dado educaci��n bastante a su hija, y aun le pareci�� de perlas el destrozo de valses y fantas��as que sin compasi��n ejecutaban en el piano sus dedos inh��biles. Por muy rec��ndita que la guardase all�� en los postreros rincones del pensamiento, no faltaba al leon��s la aspiraci��n propia de todo hombre que ejerce humildes oficios, y se gan�� con sudores el pan, de que su descendencia beneficiase tama?os esfuerzos, ascendiendo un pelda?o en la escala social. Bien llevar��a ��l en paciencia continuar siendo tan t��o Joaqu��n como siempre; no ten��a ��nfulas de ricach��n, y era en genio y trato sencillo con extremo; pero si renunciaba al se?or��o en su persona, no as�� en la de su hija; parec��ale o��r voz que le dec��a, como las brujas a Banquo: ?No ser��s rey, pero engendrar��s reyes.? Y luchando entre el modesto convencimiento de su falta absoluta de rango, y la certeza moral de que Luc��a a grandes puestos estaba destinada, vino a parar a la razonable conclusi��n de que el matrimonio realizar��a la anhelada metamorfosis de muchacha en dama. Un yerno empingorotado fue desde entonces anhelo perenne del antiguo lonjista.
Ni eran estas las ��nicas flaquezas y man��as del se?or Joaqu��n. Otras tuvo, que descubriremos sin miramientos de ninguna especie. Fue quiz�� la mayor y m��s duradera su desmedida afici��n al caf��, afici��n contra��da en el negocio de ultramarinos, en las tristes ma?anas de invierno, cuando la escarcha empa?a el vidrio del escaparate, cuando los pies se hielan en la atm��sfera gris de la solitaria lonja, y el lecho reci��n abandonado y caliente aun por ventura, reclama con dulces voces a su mal despierto ocupante. Entonces, semiaturdido, solicitando al sue?o por las exigencias de su naturaleza herc��lea y de su espesa sangre, cog��a el
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