Un viaje de novios | Page 3

Emilia Pardo Bazán
haya tra��do de los cabellos con ocasi��n de mis insignificantes escritos. Por ventura suele la vista de una charca recordar el Oc��ano; mas la charca, charca se queda. Harto se lo sabe ella, y bien le pesa de su peque?ez; pero no la hizo Dios m��s grande, por lo cual echar�� mano de la resignaci��n que a ti te desea, si has de recorrer estas p��ginas.
EMILIA PARDO BAZ��N

Un viaje de novios

-I-
Que la boda no era de gentes del gran mundo, conoc��ase a tiro de ballesta, a la primer ojeada. No hay duda que los desposados pod��an alternar con la m��s selecta sociedad, al menos por su aspecto exterior; pero la mayor��a del acompa?amiento, el coro, pertenec��a a la clase media, en el l��mite en que casi se funde con la masa popular. Hab��a grupos curiosos y dignos de examen, ofreciendo el and��n de la estaci��n de Le��n golpe de vista muy interesante para un pintor de g��nero y costumbres.
Ni m��s ni menos que en los pa��ses de abanico cuyas mitol��gicas pinturas representan nupcias, se notaba all�� que el s��quito de la novia lo compon��an hembras, y s��lo individuos del sexo fuerte formaban el del novio. Advert��ase asimismo gran diferencia entre la condici��n social de uno y otro cortejo. La escolta de la novia, mucho m��s numerosa, parec��a poblado hormiguero: viejas y mozas llevaban el sacramental traje de negra lana, que viene a ser como uniforme de ceremonia para la mujer de clase inferior, no exenta, sin embargo, de ribetes se?oriles: que el pueblo conserva aun el privilegio de vestirse de alegres colores en las circunstancias regocijadas y festivas. Entre aquellas hormigas humanas hab��alas de pocos a?os y buen palmito, risue?as unas y alborotadas con la boda, otras quejumbrosicas y encendidos los ojos de llorar, con la despedida. Media docena de maduras due?as las autorizaban, sacando de entre el velo del manto la nariz, y girando a todas partes sus pupilas llenas de experiencia y malicia. Todo el racimo de amigas se api?aba en torno de la nueva esposa, manifestando la pueril y ��vida curiosidad que despierta en las multitudes el espect��culo de las situaciones supremas de la existencia. Se estaban comiendo a miradas a la que mil veces vieran, a la que ya de memoria sab��an: a la novia, que con el traje de camino se les figuraba otra mujer, divers��sima de la conocida hasta entonces. Contar��a la hero��na de la fiesta unos diez y ocho a?os: aparentaba menos, atendiendo al moh��n infantil de su boca y al redondo contorno de sus mejillas, y m��s, consideradas las ya florecientes curvas de su talle, y la plenitud de robustez y vida de toda su persona. Nada de hombros altos y estrechos, nada de inveros��miles caderas como las que se ven en los grabados de figurines, que traen a la memoria la mu?eca rellena de serr��n y paja; sino una mujer conforme, no al tipo convencional de la moda de una ��poca, pero al tipo eterno de la forma femenina, tal cual la quisieron natura y arte. Acaso esta superioridad f��sica perjudicaba un tanto al efecto del caprichoso atav��o de viaje de la ni?a: tal vez se requer��a un cuerpo m��s plano, l��neas m��s duras en los brazos y cuello, para llevar con el conveniente desenfado el traje semimasculino, de pa?o marr��n, y la toca de paja burda, en cuyo casco se posaba, abiertas las alas, sobre un nido de plumas, tornasolado colibr��. Not��base bien que eran nuevas para la novia tales extra?ezas de ropaje, y que la ce?ida y plegada falda, el casaqu��n que modelaba exactamente su busto le estorbaban, como suele estorbar a las doncellas en el primer baile la desnudez del escote: que hay en toda moda peregrina algo de imp��dico para la mujer de modestas costumbres. Adem��s, el molde era estrecho para encerrar la bella estatua, que amenazaba romperlo a cada instante, no precisamente con el volumen, sino m��s bien con la libertad y soltura de sus juveniles movimientos. No se desment��a en tan lucido ejemplar la raza del recio y fornido anciano, del padre que all�� se estaba derecho, sin apartar de su hija los ojos. El viejo, alto, recto y firme, como un poste del tel��grafo, y un jesuita bajo y de edad mediana, eran los ��nicos varones que descollaban entre el consabido hormiguero femenil.
Al novio le rodeaban hasta media docena de amigos: y si el s��quito de la novia era el eslab��n que une a clase media y pueblo, el del novio tocaba en esa frontera, en Espa?a tan indeterminada como vasta, que enlaza a la mesocracia con la gente de alto copete. Cierta gravedad oficial, la tez marchita y como ahumada por los reverberos, no s�� qu�� inexplicable matiz de satisfacci��n optimista, la edad tirando a madura, signos eran que denotaban hombres llegados a
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