Do?a María de la Paz por aquellas alamedas del aseo, cuando entró Do?a María Salomé, y dándole una carta que acababan de traer a la casa, le dijo:
--Otra carta para el Sr. D. Carlos. Viene con sobre a ti; pero es para él. Mira las tres cruces. La letra parece del Sr. D. Felicísimo.
--Se la daremos cuando despierte--replicó Do?a Paz--. El pobre se?or ha pasado muy mala noche.
--Por cierto--manifestó Do?a Salomé con semblante muy serio, en el cual se revelaba una aprensión escrupulosa--por cierto que no sé si será conveniente recibir cartas de esta manera. Esto puede dar lugar a interpretaciones contrarias a nuestro honor y buen nombre. Los vecinos se enteran de todo... ven que recibimos cartas... ven que entran aquí de noche muchos hombres.... No sé, no sé...
--Calla, mujer--dijo Do?a Paz asomando la cabeza por entre el ramaje blanco--. ?Qué pueden sospechar de nosotras?
--Puede caer alguna tacha, mujer, sobre nuestra reputación--afirmó Salomé de muy mal talante--. Bien sabes tú que no basta ser honrada, sino parecerlo, y dos se?oras solas, como nosotras, han de tener mucho cuidado, para no andar en lenguas de maliciosos.
--?Siempre tonta!--murmuró Do?a María de la Paz desapareciendo en lo más espeso del bosque de ropa.
--Yo estoy decidida a hablar claramente al Sr. D. Carlos--a?adió la otra--. Nadie le aprecia más que yo; pero este entrar y salir de hombres a todas horas del día y de la noche no está en conformidad con lo que ha sido siempre nuestra casa. ?Qué quieres? no me puedo acostumbrar: yo soy así. Lo digo y lo repito, hablaré al Sr. D. Carlos.
--No faltaba más sino marear al Sr. D. Carlos con semejante impertinencia--dijo Do?a Paz reapareciendo en una alameda de lienzo.
--Lo digo y lo repito.... Además, los compa?eros, ayudantes o lo que sean del Sr. D. Carlos, no nos guardan las consideraciones que merecemos. ?Qué más?... Ayer no me había acabado de peinar cuando ese bárbaro de Zugarramurdi entró en mi cuarto sin pedir permiso.... ?Y para qué! para decirme si había yo visto una de sus espuelas que no podía encontrar.
--Bobadas.... Habla más bajo.... Me parece que se ha despertado el Sr. Navarro.
Apareció en la puerta una enorme barba a la cual estaba pegado un hombre. De entre aquel enorme vellón casta?o salió una voz seca y desabrida que dijo:--El chocolate.
--En seguida, Sr. Zagarramurdi. Tome usted esta carta que han traído para el Sr. D. Carlos. ?Qué tal está hoy?
--Mal--respondió el de la barba dando media vuelta y desapareciendo por donde había venido.
--?Qué modos!--murmuró Salomé dirigiéndose a su cuarto--. Ya no hay caballeros.
Navarro moraba en la misma habitación ocupada algunos a?os antes por una mujer que murió en olor de santidad. Poco o ningún cambio había tenido la pieza, que más que gabinete parecía capilla, o mejor un abreviado trasunto de la corte celestial, pues todo en ella era santicos pintados y de bulto, reliquias, estampas de santuarios y monasterios, corazones bordados, palmitos, y un altar completo con sus candeleros de esta?o, sus ara?as colgadas del techo, sus misales y sus tres curitas de cartón con casullas de papel, en actitud de celebrar misa cantada. Completaban la decoración una enorme espada pendiente del mismo clavo que sostenla un ni?o Jesús bordado en ca?amazo, dos escopetas arrimadas a un rincón, dos guantes y dos mascarillas de esgrima junto a dos pares de floretes, tres maletas muy usadas y un hombre.
Este hombre hallábase sentado o más bien sumergido en un sillón, con las piernas ocultas bajo gruesa manta que le llegaba a la cintura, la cabeza inclinada sobre el pecho y tan inmóvil que parecía dormido o muerto. Un brasero de cisco bien pasado mostraba su montoncillo de ceniza esmaltado de fuego cerca del envoltorio que debía contener los pies del individuo, el cual si alguna vez daba se?ales de existencia era dándolas de frío. Su cara era morena tirando a verde a causa de la palidez, así como el blanco de los ojos no era blanco sino amarillo. El cabello negro y áspero tenía bastantes canas, y generalmente se veía la potente cabeza apoyada en una mano negra, tostada, cuyas venas retorcidas y tendones y músculos recordaban la mano que D. Quijote ense?ó a Maritornes cuando lo colgaron del tragaluz de la venta.
En un velador cercano tenía el guerrillero medicinas que tomaba cartas que leía, tabaco, un libro, un rosario y una pistola. Beber y fumar: alternando con lecturas, era su ocupación en las aburridas horas del día precursoras de los insomnios de las noches. No gustaba de que los amigos le dieran conversación. Su mejor amigo era el más discreto de todos, el silencio.
Pero Zugarramurdi y Oricaín tenían un recurso para distraerle, aunque por poco tiempo. Tiraban al florete, y entonces los ojos del guerrillero se animaban; seguía con atención los movimientos de los fingidos duelistas
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