un aspecto muy distinto del que hasta
entonces había tenido para mí. Por eso la impresión sentida no se ha
borrado nunca de mi alma. Transcurridos tantos años, recuerdo aún,
como se recuerdan las medrosas imágenes de un mal sueño, que mi
madre yacía postrada con no sé qué padecimiento; recuerdo haber visto
entrar en casa unas mujeres, cuyos nombres y condición no puedo decir;
recuerdo oír lamentos de dolor, y sentirme yo mismo en los brazos de
mi madre; recuerdo también, refiriéndolo a todo mi cuerpo, el contacto
de unas manos muy frías, pero muy frías. Creo que después me sacaron
de allí, y con estas indecisas memorias se asocia la vista de unas que
daban pavorosa claridad en medio del día, el rumor de unos rezos, el
cuchicheo de unas viejas charlatanas, las carcajadas de marineros
ebrios, y después de esto la triste noción de la orfandad, la idea de
hallarme solo y abandonado en el mundo, idea que embargó mi pobre
espíritu por algún tiempo.
No tengo presente lo que hizo mi tío en aquellos días. Sólo sé que sus
crueldades conmigo se redoblaron hasta tal punto, que cansándome de
sus malos tratos, me evadí de la casa deseoso de buscar fortuna. Me fui
a San Fernando; de allí a Puerto Real. Junteme con la gente más
perdida de aquellas playas, fecundas en héroes de encrucijada, y no sé
cómo ni por qué motivo fui a parar con ellos a Medinasidonia, donde
hallándonos cierto día en una taberna se presentaron algunos soldados
de Marina que hacían la leva, y nos desbandamos, refugiándose cada
cual donde pudo. Mi buena estrella me llevó a cierta casa, cuyos
dueños se apiadaron de mí, mostrándome gran interés, sin duda por el
relato que de rodillas, bañado en lágrimas y con ademán suplicante,
hice de mi triste estado, de mi vida, y sobre todo de mis desgracias.
Aquellos señores me tomaron bajo su protección, librándome de la leva,
y desde entonces quedé a su servicio. Con ellos me trasladé a Vejer de
la Frontera, lugar de su residencia, pues sólo estaban de paso en
Medinasidonia.
Mis ángeles tutelares fueron D. Alonso Gutiérrez de Cisniega, capitán
de navío, retirado del servicio, y su mujer, ambos de avanzada edad.
Enseñáronme muchas cosas que no sabía, y como me tomaran cariño,
al poco tiempo adquirí la plaza de paje del Sr. Don Alonso, al cual
acompañaba en su paseo diario, pues el buen inválido no movía el
brazo derecho y con mucho trabajo la pierna correspondiente. No sé
qué hallaron en mí para despertar su interés. Sin duda mis pocos años,
mi orfandad y también la docilidad con que les obedecía, fueron parte a
merecer una benevolencia a que he vivido siempre profundamente
agradecido. Hay que añadir a las causas de aquel cariño, aunque me
esté mal el decirlo, que yo, no obstante haber vivido hasta entonces en
contacto con la más desarrapada canalla, tenía cierta cultura o
delicadeza ingénita que en poco tiempo me hizo cambiar de modales,
hasta el punto de que algunos años después, a pesar de la falta de todo
estudio, hallábame en disposición de poder pasar por persona bien
nacida.
Cuatro años hacía que estaba en la casa cuando ocurrió lo que voy a
referir. No me exija el lector una exactitud que tengo por imposible,
tratándose de sucesos ocurridos en la primera edad y narrados en el
ocaso de la existencia, cuando cercano a mi fin, después de una larga
vida, siento que el hielo de la senectud entorpece mi mano al manejar la
pluma, mientras el entendimiento aterido intenta engañarse, buscando
en el regalo de dulces o ardientes memorias un pasajero
rejuvenecimiento. Como aquellos viejos verdes que creen despertar su
voluptuosidad dormida engañando los sentidos con la contemplación de
hermosuras pintadas, así intentaré dar interés y lozanía a los mustios
pensamientos de mi ancianidad, recalentándolos con la representación
de antiguas grandezas.
Y el efecto es inmediato. ¡Maravillosa superchería de la imaginación!
Como quien repasa hojas hace tiempo dobladas de un libro que se leyó,
así miro con curiosidad y asombro los años que fueron; y mientras dura
el embeleso de esta contemplación, parece que un genio amigo viene y
me quita de encima la pesadumbre de los años, aligerando la carga de
mi ancianidad, que tanto agobia el cuerpo como el alma. Esta sangre,
tibio y perezoso humor que hoy apenas presta escasa animación a mi
caduco organismo, se enardece, se agita, circula, bulle, corre y palpita
en mis venas con acelerada pulsación. Parece que en mi cerebro entra
de improviso una gran luz que ilumina y da forma a mil ignorados
prodigios, como la antorcha del viajero que, esclareciendo la obscura
cueva, da a conocer las maravillas de la geología tan de repente, que
parece que las crea. Y
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