otras goller��as. ?Carillo iba a costarnos el gusto de tener pr��ncipe en casa! Pero conste, para cuando nos cansemos de la rep��blica, te��rica o pr��ctica, y proclamemos, por variar de plato, la monarqu��a, absoluta o constitucional, que todo puede suceder, Dios mediante y el trotecito trajinero que llevamos.
Refiri��ndose a ese ��rbol geneal��gico, el primer almirante fu�� don Manuel de Castilla, el segundo don Crist��bal de Castilla Espinosa y Lugo, al cual sucedi�� su hijo don Gabriel de Castilla V��zquez de Vargas, siendo el cuarto y ��ltimo don Juan de Castilla y Gonz��lez, cuya descendencia se pierde en la rama femenina.
Cu��ntase de los Castilla, para comprobar lo ensoberbecidos que viv��an de su alcurnia, que cuando rezaban el Avemar��a usaban esta frase: Santa Mar��a, madre de Dios, parienta y se?ora nuestra, ruega por nos.
Las armas de los Castilla eran: escudo tronchado; el primer cuartel en gules y castillo de oro aclarado de azur; el segundo en plata, con le��n rampante de gules y banda de sinople con dos dragantes tambi��n de sinople.
Aventurado ser��a determinar cu��l de los cuatro es el h��roe de la tradici��n, y en esta incertidumbre puede el lector aplicar el mochuelo a cualquiera, que de fijo no vendr�� del otro barrio a querellarse de calumnia.
El tal almirante era hombre de m��s humos que una chimenea, muy pagado de sus pergaminos y m��s tieso que su almidonada gorguera. En el patio de la casa ostent��base una magn��fica fuente de piedra, a la que el vecindario acud��a para proveerse de agua, tomando al pie de la letra el refr��n de que agua y candela a nadie se niegan.
Pero una ma?ana se levant�� su se?or��a con un humor de todos los diablos, y di�� orden a sus f��mulos para que moliesen a palos a cualquier bicho de la canalla que fuese osado a atravesar los umbrales en busca del elemento refrigerador.
Una de las primeras que sufri�� el castigo fu�� una pobre vieja, lo que produjo alg��n esc��ndalo en el pueblo.
Al otro d��a el hijo de ��sta, que era un joven cl��rigo que serv��a la parroquia de San Jer��nimo, a pocas leguas del Cuzco, lleg�� a la ciudad y se impuso del ultraje inferido a su anciana madre. Dirigi��se inmediatamente a casa del almirante; y el hombre de los pergaminos lo llam�� hijo de cabra y vela verde, y ech�� verbos y gerundios, sapos y culebras por esa aristocr��tica boca, terminando por darle una soberana paliza al sacerdote.
La excitaci��n que caus�� el atentado fu�� inmensa. Las autoridades no se atrev��an a declararse abiertamente contra el magnate, y dieron tiempo al tiempo, que a la postre todo lo calma. Pero la gente de iglesia y el pueblo declararon excomulgado al orgulloso almirante.
El insultado cl��rigo, pocas horas despu��s de recibido el agravio, se dirigi�� a la Catedral y se puso de rodillas a orar ante la imagen de Cristo, obsequiada a la ciudad por Carlos V. Terminada su oraci��n, dej�� a los pies del Juez Supremo un memorial exponiendo su queja y demandando la justicia de Dios, persuadido que no hab��a de lograrla de los hombres. Diz que volvi�� al templo al siguiente d��a, y recogi�� la querella prove��da con un decreto marginal de Como se pide: se har�� justicia. Y as�� pasaron tres meses, hasta que un d��a amaneci�� frente a la casa una horca y pendiente de ella el cad��ver del excomulgado, sin que nadie alcanzara a descubrir los autores del crimen, por mucho que las sospechas recayeran sobre el cl��rigo, quien supo, con numerosos testimonios, probar la coartada.
En el proceso que se sigui�� declararon dos mujeres de la vecindad que hab��an visto un grupo de hombres cabezones y chiquirriticos, vulgo duendes, preparando la horca; y que cuando ��sta qued�� alzada, llamaron por tres veces a la puerta de la casa, la que se abri�� al tercer aldabonazo. Poco despu��s el almirante, vestido de gala, sali�� en medio de los duendes, que sin m��s ceremonia lo suspendieron como un racimo.
Con tales declaraciones la justicia se qued�� a obscuras y no pudiendo proceder contra los duendes, pens�� que era cuerdo el sobreseimiento.
Si el pueblo cree como art��culo de fe que los duendes dieron fin del excomulgado almirante, no es un cronista el que ha de meterse en atolladeros para convencerlo de lo contrario, por mucho que la gente descre��da de aquel tiempo murmurara por lo bajo que todo lo acontecido era obra de los jesu��tas, para acrecer la importancia y respeto debidos al estado sacerdotal.
III
El intendente y los alcaldes del Cuzco dieron cuenta de todo al virrey, quien despu��s de o��r leer el minucioso informe le dijo a su secretario:
--?Pl��ceme el tema para un romance moruno! ?Qu�� te parece de esto, mi buen Est��?iga?
--Que vuecelencia debe echar una m��nita a esos sandios golillas que no han sabido hallar la pista de los fautores del
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