ya, y el libro no hacía más que despertarle las ideas, abrírselas, digámoslo así, como si fueran capullos que al calor primaveral se despliegan en flores. Para él no había nada difícil, ni problema que le causara miedo. Un día fué el profesor á su padre y le dijo: ?Ese ni?o es cosa inexplicable, Sr. Torquemada: ó tiene el diablo en el cuerpo, ó es el pedazo de Divinidad más hermoso que ha caido en la tierra. Dentro de poco no tendré nada que ense?arle. Es Newton resucitado, Sr. D. Francisco; una organización excepcional para las matemáticas, un genio que sin duda se trae fórmulas nuevas debajo del brazo para ensanchar el campo de la ciencia. Acuérdese usted de lo que digo: cuando este chico sea hombre, asombrará y trastornará el mundo.?
Cómo se quedó Torquemada al oir esto, se comprenderá fácilmente. Abrazó al profesor, y la satisfacción le rebosaba por ojos y boca en forma de lágrimas y babas. Desde aquel día, el hombre no cabía en sí: trataba á su hijo, no ya con amor, sino con cierto respeto supersticioso. Cuidaba de él como de un ser sobrenatural, puesto en sus manos por especial privilegio. Vigilaba sus comidas, asustándose mucho si no mostraba apetito; al verle estudiando, recorría las ventanas para que no entrase aire, se enteraba de la temperatura exterior antes de dejarle salir, para determinar si debía ponerse bufanda, ó el carric gordo, ó las botas de agua; cuando dormía, andaba de puntillas; le llevaba á paseo los domingos, ó al teatro; y si el angelito hubiese mostrado afición á juguetes extra?os y costosos, Torquemada, vencida su sordidez, se los hubiera comprado. Pero el fenómeno aquél no mostraba afición sino á los libros: leía rápidamente y como por magia, enterándose de cada página en un abrir y cerrar de ojos. Su papá le compró una obra de viajes con mucha estampa de ciudades europeas y de comarcas salvajes. La seriedad del chico pasmaba á todos los amigos de la casa, y no faltó quien dijera de él que parecía un viejo. En cosas de malicia era de una pureza excepcional: no aprendía ningún dicho ni acto feo de los que saben á su edad los reto?os desvergonzados de la presente generación. Su inocencia y celestial donosura casi nos permitían conocer á los ángeles como si los hubiéramos tratado, y su reflexión rayaba en lo maravilloso. Otros ni?os, cuando les preguntan lo que quieren ser, responden que obispos ó generales si despuntan por la vanidad; los que pican por la destreza corporal, dicen que cocheros, atletas ó payasos de circo; los inclinados á la imitación, actores, pintores... Valentinito, al oir la pregunta, alzaba los hombros y no respondía nada. Cuando más, decía ?no sé?, y al decirlo, clavaba en su interlocutor una mirada luminosa y penetrante, vago destello del sin fin de ideas que tenía en aquel cerebrazo, y que en su día habían de iluminar toda la tierra.
Mas el Peor, aun reconociendo que no había carrera á la altura de su milagroso ni?o, pensaba dedicarlo á ingeniero, porque la abogacía es cosa de charlatanes. Ingeniero; pero ?de qué? ?civil ó militar? Pronto notó que á Valentín no le entusiasmaba la tropa, y que, contra la ley general de las aficiones infantiles, veía con indiferencia los uniformes. Pues ingeniero de caminos. Por dictamen del profesor del colegio, fué puesto Valentín, antes de concluir los a?os del bachillerato, en manos de un profesor de estudios preparatorios para carreras especiales, el cual, luego que tanteó su colosal inteligencia, quedóse atónito, y un día salió asustado, con las manos en la cabeza, y corriendo en busca de otros maestros de matemáticas superiores, les dijo: ?Voy á presentarles á ustedes el monstruo de la edad presente.? Y le presentó, y se maravillaron, pues fué el chico á la pizarra, y como quien garabatea por enredar y gastar tiza, resolvió problemas dificilísimos. Luego hizo de memoria diferentes cálculos y operaciones, que aun para los más peritos no son coser y cantar. Uno de aquellos maestrazos, queriendo apurarle, le echó el cálculo de radicales numéricos, y como si le hubieran echado almendras. Lo mismo era para él la raíz enésima que para otros dar un par de brincos. Los tíos aquéllos tan sabios se miraban absortos, declarando no haber visto caso ni remotamente parecido.
Era en verdad interesante aquel cuadro, y digno de figurar en los anales de la ciencia: cuatro varones de más de cincuenta a?os, calvos y medio ciegos de tanto estudiar, maestros de maestros, congregábanse delante de aquel mocoso que tenía que hacer sus cálculos en la parte baja del encerado, y la admiración les tenía mudos y perplejos, pues ya le podían echar dificultades al angelito, que se las bebía como agua. Otro de los examinadores propuso las homologías creyendo que
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