servicio de Afrodita, como decía él también. Y allí, fuera del pueblo, en las aldeas vecinas adonde le llevaban a menudo los cuidados de la hacienda propia y negocios ajenos, llegó a ser, valga la verdad, el Abraham--_Pater Orchamus_--irresponsable de un gran pueblo de hijos naturales, muchos adulterinos. Ni su conciencia, ni la del cura que le confesó, que en vida le había ayudado a veces a evitar escándalos, ni ciertas amenazas de bochornosas confesiones por parte de algunas pecadoras, le consintieron, a la hora un tanto apurada de hacer testamento, dejar en completo olvido ciertas obligaciones de la sangre; y como se pudo, guardando los disimulos formales que fueron del caso, se dejaron mandas aquí y allá, que disminuyeron en todo lo que la ley consentía la herencia de Emma. No fue esto lo peor, sino que, previa consulta del mismo director espiritual, D. Diego había hecho antes subrepticiamente muchas enajenaciones inter vivos, a que, muy a su pesar, le obligó el miedo al escándalo, que era su gran virtud, según se ha dicho. En suma, Emma se vio con bastante menos caudal que su padre, pero ella apenas lo supo casi, porque la daban jaqueca los papeles, síncopes los números y grima la letra de los curiales. _Allá el tío_, decía siempre que se trataba de intereses. Ella no entendía de nada más que de gastar. Bien hubiera querido D. Juan Nepomuceno, antes curador de Emma y actual mayordomo, sacudir todas las moscas que en forma de parientes zumbaban alrededor del mermado panal de la herencia; mas no era esto hacedero, porque el entra?able cari?o que a los Valcárcel pretéritos y presentes y futuros había cobrado la sobrina, exigía que la hospitalidad más generosa acogiera a todos los suyos. D. Juan tuvo que contentarse con ser el único administrador de aquella prodigalidad gentílica, pero no llegó su influencia a evitar el despilfarro, ni siquiera a conseguir que redundara sólo en provecho propio la generosidad excesiva de su antigua pupila.
Emma, que tuvo un mal parto, salió de una crisis de la vida lisiada de las entra?as, con el estómago muy débil, y perdió carnes y ocultó prematuras arrugas. Mas no podía esconder un brillo frío y siniestro de la mirada, antipático como él solo; en aquel brillo y en la expresión repulsiva que le acompa?aba, se había convertido el misterioso fulgor de aquellos ojos que habían cantado, a la guitarra, varios parientes de la enfermucha mujer, nerviosa, irascible. De aquellos parientes, enamorados los más en secreto tiempo atrás, cada cual según su temperamento, hizo su corte Emma, que cada día despreciaba más a su marido, a quien sólo estimaba como _físico_, y sentía más vivo el cari?o por los de su raza.
Reyes comprendía bien que, sin culpa suya, se iba convirtiendo en el enemigo de sus afines, enemigo vencido y humillado gracias a que su mujer le entregaba indefenso, atado de pies y manos, a cuantos parientes quisieran hacer de él un pandero.
Los Valcárcel, oriundos de la monta?a, habían bajado a las villas de las vegas y de la llanura a procurarse vida más holgada y muelle, y por todo recurso acudían al expediente de buscar matrimonios de ventaja, seduciendo a los ricachos de pueblo con pergaminos y escudos de piedra labrada, allá en los caserones de los vericuetos, y a las tiernas doncellas con las buenas figuras de arrogante vigor y se?oril gentileza que abundaban en la familia. Casi todos los Valcárcel eran buenos mozos, aunque no tanto como el abuelo heroico, esbeltos; pero de palabra tarda, ce?o adusto, voz ronca, trato oscuro y orgullosos sin disimulo; distinguíanse también por su apego exagerado a la capa, cuyo uso era excusado la mayor parte del a?o en los poblachones bajos, templados y húmedos, donde solían buscar novias. Algunos llevaron su audacia, sin dejar la capa, a extender sus correrías de caballeros pobres hasta las puertas de la misma capital de la provincia, y por fin, D. Diego, el padre de Emma, el genio superior de la familia sin duda alguna, entró en la ciudad sin miedo, fue estudiante emprendedor y calavera, y al llegar a la mayor edad y tomar el grado, cambió de carácter, de repente, se hizo serio como un colchón, abrió cuarto de estudio, acaparó la clientela de la monta?a, aduló a los se?ores del margen, magistrados serios también y amigos de las fórmulas más exquisitas, hizo buena boda, salió de pobre, brilló en estrados con fulgor de faro de primera clase, y, sin perjuicio de ser romántico en el fuero interno, y hasta de escribir octavillas en el seno del hogar, y dejar válvulas de seguridad a los vapores del sentimentalismo en las llaves de la flauta, en que soplaba con lágrimas en los ojos, fue con todo el más rígido amador de la letra
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