Quilito | Page 9

Carlos Maria Ocanto
se dec��a:
--O ya no hay patriotas, o el cosmopolitismo va ahog��ndolo todo.
Segu��a su camino, apoyado en el bast��n, mirando, con burlona sonrisa, los colgajos de las tiendas de carne y comestibles: las ramas de sauce de la puerta, los faroles de papel de la muestra y la vistosa exposici��n del escaparate; en las casas, muy pocas banderas se ve��an, pero conforme iba acerc��ndose a las calles centrales, los establecimientos p��blicos y los comercios de lujo resplandec��an de luces: en el borde de las cornisas, a lo largo de las columnas, en balcones y ventanas, ya en haces, ya sueltas, encerradas en bombas de cristal azul y blanco. Pero, la nota del entusiasmo popular no resonaba en parto alguna; el silencio y la falta de animaci��n contrastaban con el alegre espect��culo de las iluminaciones. Hac��a aquello el mismo efecto que un sal��n de baile, adornado y dispuesto para la fiesta, al que faltan los convidados. Con el estruendo de costumbre sobre el mal��simo empedrado, pasaban muchos carruajes, cuyos cristales, empa?ados por el fr��o de la noche, dejaban apenas percibir la blanca forma de una dama de copete; y segu��an los tranv��as su trotar mon��tono, entretenido el conductor en regalar el o��do de los viajeros con espantables sonatas de corneta.
Al entrar don Pablo Aquiles en la plaza de la Victoria, qued��se un rato, embobado como un chiquillo, mirando las luces y las banderas. Y c��tate que cuando m��s distra��do estaba, deslumbrada la vista por los resplandores del Cabildo y de la Catedral, sinti�� a su espalda el galopar violento de soberbio tronco y al volverse, vi�� a Quilito, a su hijo, seguir, pegado a la pared, el carruaje que pasaba. ?Qui��n diablos iba en aquel carruaje? Vi��le don Pablo llegar a Col��n, abrirse la portezuela y bajar dos ni?as de blanco, que al punto no reconoci��, y luego... misia Goya y don Bernardino Esteven, llevando detr��s, como cosido a sus talones, al mismo, al mism��simo Quilito. ?Era casualidad? ?Lo que le di�� aquello que pensar! Volvi��se mohino, con la boca amarga sin saber por qu��, tan preocupado, que tropezaba en la acera con las bandadas de lindas muchachas, que se dirig��an al teatro, ��vidas de presenciar la funci��n de gala. Ech��se al medio de la calle, para caminar con m��s desembarazo.
Cuando lleg�� a casa, Pampa dorm��a otra vez en el umbral de la puerta.

II
Todos le han conocido, de lejos o de cerca, de vista o de o��das. Don Aquiles Vargas, el primer Aquiles de la familia, padre de don Pablo y abuelo de Quilito, tuvo tienda muchos a?os en la que se llam�� calle de Mendocinos, y en tiempos en que todo andaba revuelto y no se contaba segura la cabeza, supo hacer fortuna comerciando en g��neros de las provincias. Era unitario puro, aunque llevaba el chaleco rojo de los federales, pues ��l dec��a que para andar entre lobos, es preciso disfrazarse de tal, y tan bien le sali�� la pr��ctica de este consejo, que salv�� piel y fortuna y vino a morir, ya anciano, en olor de millonario. Hab��a casado muy joven con una ni?a de familia, sin belleza, sin voluntad y sin criterio propio, que ve��a por los ojos de su marido; tan tonta, sosa y descolorida, que era como cuerpo sin alma o l��mpara sin aceite, precisamente el conjunto de cualidades que deb��a reunir una mujer, para poder desempe?ar el pesad��simo cargo de esposa, ante Dios y los hombres, de don Aquiles Vargas. Porque don Aquiles Vargas, de suyo honradote y trabajador, de alegre car��cter en corro de amigos y hasta galanteador de afici��n en sus horas perdidas, ten��a un geniecito que no hab��a quien le aguantara en la casa, y s��lo una mujer de las condiciones apuntadas, sorda, muda y ciega, pod��a salir airosa de tan dif��cil cometido. Los que le han conocido, en la puerta del registro de la calle Florida, arrellanado en ancho sill��n de rejilla, con su chaleco floreado y sus zapatos de pa?o, echando piropos a las muchachas y llevando la batuta en aquel concierto de viejos babosos y apolillados, no se imaginar��an que setent��n tan decidor y risue?o era una fiera en su casa. El hab��a de re?ir con todos, con la mujer, con los hijos y con los criados, con pretexto o sin pretexto, y en ocasiones con todos a la vez porque era hombre muy bien templado. Aunque unitario por simpat��a, nunca se meti�� en dibujos pol��ticos y pas�� la mayor parte de su vida doblado sobre el trabajo, sin m��s distracciones que llevar el pend��n de la cofrad��a, de que era protector, o las andas del santo, en la procesi��n del titular, porque era creyente de boca abierta, y chismorrear en el citado mentidero. ?Qui��n le ha visto con el escapulario sobre el pecho, peque?ito y regordete, avanzar entre dos
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