pues el gas est�� cada d��a m��s caro. Aqu��, una copa se quej�� tan dolorosamente entre los dedos de la se?ora, que cay�� partida en dos sobre el mantel, detalle en que no par�� mientes misia Casilda, tan sobreexcitada y fuera de s�� estaba. ?Si le parec��a que fu�� ayer la muerte de Pilar; la venta de la casa paterna, calle de M��jico; la desaparici��n de muebles, alhajas y efectivo entre las manos de don Bernardino, el albacea de la testamentar��a, el depositario de la confianza de los tres herederos! ?que fu�� ayer cuando quedaron casi sin techo, obligado ��l, don Pablo, a acudir a la influencia de los amigos, para calzar un emple��to, que ayudara a tirar adelante! que fu�� ayer cuando Esteven, con el luto todav��a del suegro, se present�� en la casa, y despu��s de mucho pre��mbulo y mucho carraspear, les mostr�� no s�� qu�� papelotes y ley�� no s�� qu�� cuentas... total, que les entreg�� unos veinte mil pesos, la parte de la herencia que les correspond��a; pues lo dem��s se hab��a ido entre escribanos, abogados y papel sellado. Entretanto, los Esteven sub��an, sub��an y sub��an, como globo hinchado por el gas, y hoy era una casa en tal parte, y ma?ana dos y luego tres, coche, palco, caballos y mucho ruido y mucha bambolla. ?De d��nde sal��an estas misas? ?Era de los negocitos del marido, de los picholeos equ��vocos, de la jugarreta de Bolsa? A otro, que no cuela. En dos a?os que dur�� el arreglo de la testamentar��a, por el incidente aquel del pretendido hijo natural, don Bernardino hab��a encontrado medio de acapararlo todo, de devorarlo todo, insaciable, como lobo hambriento. ?Dir��ase que hay un Dios para los p��caros! Y don Pablo Aquiles que escuchaba, en silencioso coloquio con las cig��e?as de la pantalla, cerr�� el cap��tulo de las lamentaciones de su hermana, exclamando sentenciosamente:
--Lo que hay, Casilda, lo que hay, es que los pillos reciben su recompensa en este mundo y los buenos tienen que esperar al otro para alcanzarla, y seg��n es ��sta de problem��tica y aqu��lla de positiva, casi le vienen a uno ganas de encanallarse, ya que de los pillos es el reino de la tierra.
Catalina, la genovesa, avis�� una vez m��s que la comida se pasaba.
--?Y ese Quilito? ?qu�� hace ese muchacho?
--Ir�� yo a llamarle--dijo la se?ora.
Sali�� y subi�� a las habitaciones altas, donde encontr�� al ni?o de la casa, a medio vestir todav��a, plantado delante del armario de luna, a tirones con la corbata, que no consegu��a poner a su gusto.
--Pero, ?Quilito!--dijo la se?ora en la puerta,--?acabar��s?
--Entre usted, ti��ta Silda, as�� me ayudar�� a atar la corbata.
Era ��l delgaducho y endeble, rubito y an��mico, los ojos azules, muy grandes y muy abiertos, ojos de tonto o de inocente, como angelote de retablo; estatura, menos que regular; se?as particulares, ninguna... al parecer. El cuarto era una liorna: las prendas de vestir se ve��an desparramadas por el suelo y sobre los muebles; todos los cajones abiertos y el espejo del lavabo tan salpicado del agua de la palangana, que parec��a sudar de fatiga; un ligero tabique divid��a la habitaci��n en dos: la primera hac��a las veces de despacho o pieza de estudio, con una mesa en el centro, en que andaban revueltos los libros y los papeles, advirti��ndose m��s novelas que textos y m��s ��lbumes de fotograf��as que cuadernos de apuntes; y la segunda, alcoba y gabinete a un tiempo, con el techo muy bajo y las puertas muy estrechas; todo modesto, casi humilde, pero asead��simo, como que la escoba y el plumero de Pampa hac��an maravillas, bajo la inteligente direcci��n de misia Casilda.
--Vamos a ver esa corbata--dijo la complaciente t��a,--y acabemos de una vez, que tu padre espera.
Y mientras anudaba los lazos a su gusto, con tal esmero que pon��a en ello sus cinco sentidos, el joven, con la cabeza echada atr��s para facilitar la operaci��n, se impacientaba porque aquello conclu��a nunca. Al fin estuvo listo, se mir�� y se remir��; ahora el chaleco, luego, el frac...
--?Sabe usted, t��a, que me ajusta un poco? ?Qu�� sastres!
Entretanto, la se?ora hab��a quedado parada delante de un grabado puesto en la cabecera de la cama, en lugar de la imagen de San Pablo, que yac��a descolgada irreverentemente de su clavo. Y hab��a por qu�� quedarse parado, pues el tal cuadrito representaba una dama en traje tan primitivo, que no pod��a darse m��s, ?qu�� horror!
--Pero, ?Quilito!--exclam�� la t��a escandalizada,--y aqu�� entra esa criatura y ver�� esta verg��enza.
Y ��l, sin volverse, muy tranquilo:
--Si es la Verdad, t��a, o la Fuente, que no lo s�� bien, ?puede darse nada m��s natural?
Indudablemente, en cuanto a natural, lo era, y aun sobraba.
--?C��mo estar�� Col��n esta noche, t��a!
?Por qu�� no iba ella a la cazuela? Mucho calor y mucha gente, pero una noche de las fiestas Mayas no
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