Quilito | Page 4

Carlos Maria Ocanto
adelantado de sueldos. Porque
Quilito, un Vargas, no podía andar vestido de cualquier manera, sino
como correspondía a su origen, y a sus relaciones y a su porvenir. Que
en la chimenea faltara leña y carne en el puchero; pero la camisa de
Quilito, el sombrero de Quilito, las botas de Quilito y el traje de Quilito,
habían de ser de la más irreprochable elegancia y novedad. Y no se
sufragaban sus gastos de coche y palco, porque lo proporcionaban sus
amigos, hijos de millonarios todos, y por ende, riquísimos. ¡Válgame
Dios! pensar que Quilito fuera a apolillarse en una oficina, se
embruteciera en una estancia o se degradara en el comercio... ¡Un
Vargas! El niño estudiaba leyes y sería abogado, y estamparía su título
sobre plancha de bronce, en la puerta de calle, como muestra de
sacamuelas. Y esto tenía que ser el punto de partida de sus brillantes
destinos. Lo que no sabía el padre, ni lo sabía la tía, que le mimaba
como no lo hubiera hecho su propia madre, es que el niño no parecía
por la Facultad y seguía estudios menos académicos en aulas más

favorecidas.
Siempre que don Pablo Aquiles volvía de la oficina, éste era el tema
favorito de conversación con su hermana; sentado al lado de la lumbre,
cuando había leña, y mirando melancólicamente los pajarracos de la
pantalla de chimenea, cuando ésta estaba apagada. Pero en esta noche
del 25 de Mayo, no era sólo su falta en el cortejo lo que le preocupaba:
había tenido un encuentro aquel día, ¡y qué encuentro! en la calle
Florida, en el sitio más frecuentado, cuando iba él más distraído;
¡cataplúm! la gente esa, la familia de Esteven, frente a frente, a pie, en
la misma acera; la mamá y las dos niñas, tan esponjadas y orgullosas,
que rebosaban de la acera. Aquí misia Casilda dejó de mirar sus manos,
y se puso pálida, muy pálida.
--Y ¿qué hiciste?--preguntó ansiosa;--cruzarías la calle, sin mirarlas.
--Me quedé plantado--contestó don Pablo Aquiles.
La señora protestó. Siempre había de ser el mismo. Haberse hecho el
indiferente, y seguir su camino, como si tal cosa, canturriando algo para
darse aplomo; que, al fin y al cabo, quien debiera perderlo era ella,
Gregoria, como mujer y casi cómplice del picaronazo de su marido.
Pues ¡qué! no era la primera vez que ella se las había encontrado, no en
la calle, frente a frente, sino en tiendas, lado a lado, viendo telas y
regateando con el dependiente, como si no tuvieran lo poco suyo y lo
mucho de los otros, total, una gran fortuna; y sin embargo, ella... tan
tranquila. No tenía por qué ponerse colorada y a soberbia nadie le
ganaba. Con esto, estaba misia Casilda tan agitada, que su cara de
muñeca se había encendido, hasta el punto de hacer dudar de su aserto.
--Pero, Casilda--dijo don Pablo Aquiles,--es nuestra hermana,
¿podremos negarlo?
--Sí, lo niego; el parentesco no lo hace la sangre, sino el cariño, ¿qué
quieres? yo soy así.
¿No era cosa que clamaba al cielo que, mientras ellos comían los
mendrugos de la miseria, él, atado al potro de una oficina, esclavo de

un sueldo miserable y expuesto el día menos pensado a un puntapié del
ministro; ella, lidiando con el trajín de la casa, sin más criados que
aquella indiecita y la italiana, remendando ropa, punteando medias y
hasta fregando cacerolas, si era menester; Quilito, ese pobre muchacho,
obligado, muchas veces, a hacer mal papel entre sus amigos, él, que
nació entre encajes; los Esteven, ladrones de su fortuna, se regalen y se
den la gran vida con lo que no es de ellos, con lo que han robado, sí,
señor, robado? Daba a esta palabra tal acentuación, que parecía un
latigazo. ¡Y luego, pretender perdón y olvido! Bastante se había hecho
con evitar el escándalo, no acudiendo a los tribunales, contentándose
con romper toda relación. En cuanto a Gregoria (no quería llamarla
Goyita, como antes, porque no lo merecía), había demostrado tener
menos corazón y menos entrañas que el bribón de don Bernardino;
porque éste no tenía en sus venas sangre de los Vargas, y por eso la
chupaba sin remordimiento, pero ella era Vargas por los cuatro
costados, y sin embargo, le ayudaba a chuparla. ¿Había nunca
pronunciado una palabra de reconciliación? ¿No se había mantenido
encastillada en su orgullo, fulminando con su insolente desprecio a sus
hermanos despojados?
Don Pablo Aquiles callaba, convencido de la verdad y justicia de
aquellas lamentaciones. Y misia Casilda, tan bondadosa y tranquila
siempre, una malva, según la expresión de sus amigos, honroso
calificativo de que rara vez es merecedora una solterona, no podía
estarse quieta, porque aquel tema de los Esteven la sacaba de sus
casillas; movía los vasos, cambiaba los platos, con movimientos
nerviosos, sin fijarse
Continue reading on your phone by scaning this QR Code

 / 107
Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.