dejan parar con tanta visita.
Hasta cinco mujeres han venido a verme que todas han sido mis amas y me han abrazado y besado.
Todos me llaman Luisito o el ni?o de D. Pedro, aunque tengo ya veintidós a?os cumplidos. Todos preguntan a mi padre por el ni?o, cuando no estoy presente.
Se me figura que son inútiles los libros que he traído para leer, pues ni un instante me dejan solo.
La dignidad de cacique, que yo creía cosa de broma, es cosa harto seria. Mi padre es el cacique del lugar.
Apenas hay aquí quien acierte a comprender lo que llaman mi manía de hacerme clérigo, y esta buena gente me dice con un candor selvático que debo ahorcar los hábitos, que el ser clérigo está bien para los pobretones; pero que yo, soy un rico heredero, debo casarme y consolar la vejez de mi padre, dándole media docena de hermosos y robustos nietos.
Para adularme y adular a mi padre, dicen hombres y mujeres que soy un real mozo, muy salado, que tengo mucho ángel, que mis ojos son muy pícaros, y otras sandeces que me afligen, disgustan y avergüenzan, a pesar de que no soy tímido y conozco las miserias y locuras de esta vida, para no escandalizarme ni asustarme de nada.
El único defecto que hallan en mí es el de que estoy muy delgadito, a fuerza de estudiar. Para que engorde se proponen no dejarme estudiar ni leer un papel mientras aquí permanezca, y además hacerme comer cuantos primores de cocina y de repostería se confeccionan en el lugar. Está visto: quieren cebarme. No hay familia conocida que no me haya enviado algún obsequio. Ya me envían una torta de bizcocho, ya un cuajado, ya una pirámide de pi?onate, ya un tarro de almíbar.
Los obsequios que me hacen no son sólo estos presentes enviados a casa, sino que también me han convidado a comer tres o cuatro personas de las más importantes del lugar.
Ma?ana como en casa de la famosa Pepita Jiménez, de quien Vd. habrá oído hablar sin duda alguna. Nadie ignora aquí que mi padre la pretende.
Mi padre, a pesar de sus cincuenta y cinco a?os, está tan bien que puede poner envidia a los más gallardos mozos del lugar. Tiene además el atractivo poderoso, irresistible para algunas mujeres, de sus pasadas conquistas, de su celebridad, de haber sido una especie de D. Juan Tenorio.
No conozco aún a Pepita Jiménez. Todos dicen que es muy linda. Yo sospecho que será una beldad lugare?a y algo rústica. Por lo que de ella se cuenta, no acierto a decidir si es buena o mala moralmente; pero sí que es de gran despejo natural. Pepita tendrá veinte a?os; es viuda; sólo tres a?os estuvo casada. Era hija de do?a Francisca Gálvez, viuda, como Vd. sabe, de un capitán retirado
_Que le dejó a su muerte_ _Sólo su honrosa espada por herencia_,
según dice el poeta. Hasta la edad de diez y seis a?os vivió Pepita con su madre en la mayor estrechez, casi en la miseria.
Tenía un tío llamado D. Gumersindo, poseedor de un mezquinísimo mayorazgo, de aquellos que en tiempos antiguos una vanidad absurda fundaba. Cualquier persona regular hubiera vivido con las rentas de este mayorazgo en continuos apuros, llena tal vez de trampas y sin acertar a darse el lustre y decoro propios de su clase; pero D. Gumersindo era un ser extraordinario: el genio de la economía. No se podía decir que crease riqueza; pero tenía una extraordinaria facultad de absorción con respecto a la de los otros, y en punto a consumirla, será difícil hallar sobre la tierra persona alguna en cuyo mantenimiento, conservación y bienestar hayan tenido menos que afanarse la madre naturaleza y la industria humana. No se sabe cómo vivió; pero el caso es que vivió hasta la edad de ochenta a?os, ahorrando sus rentas íntegras y haciendo crecer su capital por medio de préstamos muy sobre seguro. Nadie por aquí le critica de usurero, antes bien le califican de caritativo, porque siendo moderado en todo, hasta en la usura lo era, y no solía llevar más de un 10 por 100 al a?o, mientras que en toda esta comarca llevan un 20 y hasta un 30 por 100, y aún parece poco.
Con este arreglo, con esta industria, y con el ánimo consagrado siempre a aumentar y a no disminuir sus bienes, sin permitirse el lujo de casarse, ni de tener hijos, ni de fumar siquiera, llegó D. Gumersindo a la edad que he dicho, siendo poseedor de un capital, importante sin duda en cualquier punto, y aquí considerado enorme, merced a la pobreza de estos lugare?os y a la natural exageración andaluza.
D. Gumersindo, muy aseado y cuidadoso de su persona, era un viejo que no inspiraba repugnancia. Las prendas de su sencillo vestuario estaban algo raídas,
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