atrevía a profetizar una monarquía universal, la creía posible y hasta probable y creía ver en el giro de los sucesos y en el desenvolvimiento que iban tomando las cosas humanas, que todo se encaminaba la formación de tan gloriosa monarquía, si monarquía podía llamarse, y no debía darse otro nombre a lo que imaginaba el Padre. él imaginaba que el sucesor de San Pedro, vicario de Cristo y cabeza visible de la iglesia, había de ser y era menester que fuese el Soberano que dominase sobre toda la tierra y gobernase y dirigiese al humano linaje como único pastor a una sola grey. Pero el Padre Santo era principal ministro de un Dios de paz; en vez de cetro y espada tenía cayado. No eran sus armas visibles ni capaces de herir el cuerpo sino los espíritus: sus armas eran la bendición y el anatema. Determinando mejor su concepto, el Padre Ambrosio miraba todos los territorios, donde se había plantado la Cruz redentora, como redil amplio, gobernado por el sucesor del príncipe de los apóstoles, pero gobernado por la persuasión y por la dulzura y realizando la paz perpetua. Antes sin embargo de llegar a término tan deseado, era menester el empleo de la fuerza material para traer a Cristo las cosas todas, para impeler a entrar en el aprisco a las ovejas descarriadas, y para combatir, matar o domar a los leones bravos y a los hambrientos lobos que amenazaban el reba?o y que no le dejaban vivir y pacer tranquilo. El Padre Santo, pues, a pesar de su inmenso poder espiritual, necesitaba aún, y así estaba prescrito y decretado en el plan divino de la historia, un poderoso y enérgico brazo secular que le ayudase en su empresa, que le valiese para la pacificación de la tierra toda y para lograr que Roma, al cabo, transfigurada y purificada, en nada se pareciese a la antigua Babilonia, sino a la Jerusalem refulgente, que el águila de Patmos vio descender del cielo, ricamente ataviada con admirables joyas y con la vestidura nupcial y con las regias galas de la esposa de Cristo. Para el Padre Ambrosio, en suma, el Padre Santo, en nuestra Ley de Gracia, y en la nueva Era, en cuyo principio creía él vivir, parecía permanente y más dichoso Moisés, que no había de ver la tierra prometida desde lo alto del monte Nebo y allá a lo lejos, sino que había de entrar en ella y dominarla para bien de todo nuestro linaje. A este fin, el Moisés permanente pedía al cielo un Josué activo y belicoso, cuya espada desbaratase y rompiese las huestes enemigas y al son de cuyos clarines cayesen derribados con espantoso fragor los muros de las fortalezas infieles, cuya poderosa hacha de armas quebrase y derribase todos los ídolos y cuyo brazo infatigable acabase por plantar la Cruz del Redentor en todas las latitudes y en todas las alturas, haciendo que las gentes fieras y las más remotas y bárbaras naciones, desconocidas antes, cayesen ante ella postradas de hinojos.
Este brazo secular, este permanente Josué con que el Padre Ambrosio so?aba, era el pueblo espa?ol y era su soberano: flamante pueblo de Dios y nuevo e inmortal caudillo que la providencia suscitaría a fin de que se cumpliesen sus altos designios, de todo lo cual la lozanía juvenil de todo Portugal, Aragón y Castilla era como signo precursor, era como primavera riquísima en flores, que alegraban el corazón y ya le daban en esperanza segura el venturoso y sazonado fruto.
Tales eran en cifra los ensue?os y las ideas con que a su vuelta de Roma trajo el Padre Ambrosio embargado el espíritu.
-IV-
En su trato y relaciones, así con la gente seglar y profana como con la mayoría de sus hermanos los religiosos, el Padre Ambrosio de Utrera, si bien mostraba, sin vanidosa ostentación y cuando convenía, la ciencia teológica que con sus estudios había adquirido y que atesoraba su inteligencia, todavía guardaba, en lo más hondo y arcano de su mente, cierta filosofía oculta que la prudencia, y tal vez compromisos y deberes de secta, le prescribían no revelar por completo a nadie. Algo sólo podía comunicar a los adeptos e iniciados, según los grados de la iniciación que tuviesen y según las pruebas que hubiesen hecho.
Con dificultad hallaba y reconocía el Padre Ambrosio en las personas con quien trataba las prendas y requisitos necesarios para la iniciación.
En el convento sólo había tres frailes con los cuales el Padre Ambrosio se entendía, uniéndolos a él por virtud de misterioso lazo y haciéndolos participantes con profundo sigilo de sus doctrinas esotéricas, no del todo ni por igual, sino a cada uno según la aptitud y el vigor de entendimiento y de voluntad que en él reconocía.
No se presuma, con todo, que el Padre
Continue reading on your phone by scaning this QR Code
Tip: The current page has been bookmarked automatically. If you wish to continue reading later, just open the
Dertz Homepage, and click on the 'continue reading' link at the bottom of the page.