Morsamor | Page 4

Juan Valera
trovador y como guerrero, tenía entonces que confesarse asimismo, en amargo vejamen, que ni como devoto fraile, con oraciones y súplicas, había contribuido a tan maravillosa transformación y a tan no prevista ni imaginada grandeza.
Los nombres gloriosos de navegantes intrépidos, de dichosos e invictos capitanes, de habilísimos políticos, de negociadores que sabían ganar ajenas voluntades e imponer la propia, y de administradores juiciosos y atinados que encontraban recursos sin esquilmar a la nación, todo esto, a par que halagaba el alma de Fray Miguel en lo que tenía de alma espa?ola y en lo que era como parte del alma superior y colectiva de su pueblo y de su casta, lastimaba, hería y destrozaba su alma individual, colmándola de amargo abatimiento y de ponzo?osa envidia.
Durante muchos a?os, desde que se retiró Fray Miguel al claustro hasta mucho después, el completo menosprecio del mundo, o sea del linaje humano en general y de su pueblo en particular, había estado en perfecta consonancia con el menosprecio de sí mismo que Fray Miguel sentía, de donde resultaba una tranquilidad fúnebre. Fray Miguel había estado, durante muchos a?os, fúnebremente tranquilo; pero el reciente alto concepto que de su patria había formado y la consideración del valer, de las haza?as y de la gloria de los hombres que habían encumbrado su patria, se contraponían ahora al menosprecio de sí mismo que no podía menos de seguir sintiendo, y esto levantaba en su alma una tempestad de celos y hacía reto?ar y reverdecer en ella la antigua ambición de su mocedad, volviendo a ser ambicioso con más de setenta y cinco a?os cumplidos. Su corazón latía con violencia lleno de extra?as aspiraciones bajo el humilde sayal franciscano. Su corazón se agitaba en la vejez acaso con más poderosas energías que en la juventud. En su juventud había habido siempre algo de vano en todos sus propósitos ambiciosos: había puesto la mira en fines confusos o efímeros y poco elevados: en distinguirse en un torneo o en alguna otra empresa caballeresca atrayendo la atención y conquistando el afecto de alguna dama hermosa, encumbrada y noble. Ahora los fines que se proponían, que buscaban y que alcanzaban los hombres de acción, eran más consistentes, eran más altos y no por eso menos positivos y sustanciales. El mundo, ignorado antes, había venido a revelarse con una grandeza real hasta entonces no percibida y por toda ella iban a extenderse y a triunfar la religión de Cristo y la civilización de Europa, llevadas par los hijos de Iberia hasta las regiones más remotas, ya entre gentes bárbaras y selváticas que separadas del resto del humano linaje no habían seguido su marcha progresiva y hasta habían olvidado la nobleza de su origen común, ya entre los pueblos de Oriente donde persistían y florecían aún la poesía y el saber y el arte de las edades divinas, cuando entendían los hombres que estaban en comunicación y trato con los dioses y con los genios; por todas partes, entre todas las lenguas, tribus y gentes, así entre aquellas, que olvidadas de las primitivas aspiraciones y revelaciones, se habían hundido en una vida casi selvática, como entre aquellas que, combinando y fecundando esas aspiraciones y revelaciones primitivas con los ensue?os de una exuberante fantasía, habían creado una portentosa cultura, en cuya ponderación y admiración permanecían inmóviles.
Si nos figuramos a todo el humano linaje como inmensa hueste que marcha a la conquista de una tierra de promisión, los pueblos selváticos y rudos que hacia el Occidente se habían descubierto, eran como parte de la hueste que se había extraviado en el camino y que no sólo había desistido de la empresa sino que la habían olvidado. Por el contrario, los pueblos que los portugueses habían vuelto a visitar en el Oriente, abriéndose camino por los mares, se diría que, embelesados en el regalo y deleite de encantados jardines y orgullosos de su primitivo saber y del rico florecimiento de la antigua cultura, permanecían aún parados e inertes. Misión providencial de los hijos de Iberia era sin duda sacar a los unos de la abyecta postración en que habían caído y despertar a los otros del sue?o secular, del profundísimo letargo en que estaban.
Esta parte de la misión parecía especialmente confiada a los portugueses. Habían, como el gentil caballero del antiguo cuento de hadas, venciendo mil obstáculos y dificultades, penetrado en los deliciosos jardines y luego en el encantado palacio donde, desde hacía muchos siglos, la hermosísima princesa estaba dormida.
El modo que los portugueses emplearon para despertarla del sue?o, no fue a la verdad tan dulce y tan delicado como el del cuento; pero la realidad tiene sus impurezas y aquellos tiempos eran más rudos que los de ahora. Valga esto para disculpa de los portugueses.
Como quiera que ello sea, ya las noticias de nuestros triunfos
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