¿Por qué no te vas adentro?
--Yo soy de bronce, Sr. D. Carlos, y a mí ni la muerte me quiere. Mejor
se está aquí con la ventisca, que en los interiores, alternando con esas
viejas charlatanas, que no tienen educación... Lo que yo digo: la
educación es lo primero, y sin educación, ¿cómo quieren que haiga
caridad?... D. Carlos, que el Señor se lo aumente, y se lo dé de
gloria...».
Antes de que concluyera la frase, el D. Carlos voló; y lo digo así,
porque el terrible huracán hizo presa en su desmedida capa, y allá
veríais al hombre, con todo el paño arremolinado en la cabeza, dando
tumbos y giros, como un rollo de tela o un pedazo de alfombra
arrebatados por el viento, hasta que fue a dar de golpe contra la puerta,
y entró ruidosa y atropelladamente, desembarazando su cabeza del
trapo que la envolvía. «¡Qué día... vaya con el día de
porra!»--exclamaba el buen señor, rodeado del enjambre de pobres, que
con chillidos plañideros le saludaron; y las flacas manos de las viejas le
ayudaban a componer y estirar sobre sus hombros la capa. Acto
continuo repartió las perras, que iba sacando del cartucho una a una,
sobándolas un poquito antes de entregarlas, para que no se le
escurriesen dos pegadas; y despidiéndose al fin de la pobretería con un
sermoncillo gangoso, exhortándoles a la paciencia y humildad, guardó
el cartucho, que aún tenía monedas para los de la puerta del frontis de
Atocha, y se metió en la iglesia.
II
Tomada el agua bendita, don Carlos Moreno Trujillo se dirigió a la
capilla de Nuestra Señora de la Blanca. Era hombre tan
extremadamente metódico, que su vida entera encajaba dentro de un
programa irreductible, determinante de sus actos todos, así morales
como físicos, de las graves resoluciones, así como de los pasatiempos
insignificantes, y hasta del moverse y del respirar. Con un solo ejemplo
se demuestra el poder de la rutinaria costumbre en aquel santo varón, y
es que, viviendo en aquellos días de su ancianidad en la calle de Atocha,
entraba siempre por la verja de la calle de San Sebastián y puerta del
Norte, sin que hubiera para ello otra razón que la de haber usado dicha
entrada en los treinta y siete años que vivió en su renombrada casa de
comercio de la Plazuela del Ángel. Salía invariablemente por la calle de
Atocha, aunque a la salida tuviera que visitar a su hija, habitante en la
calle de la Cruz.
Humillado ante el altar de los Dolores, y después ante la imagen de San
Lesmes, permanecía buen rato en abstracción mística; despacito
recorría todas las capillas y retablos, guardando un orden que en
ninguna ocasión se alteraba; oía luego dos misitas, siempre dos, ni una
más ni una menos; hacía otro recorrido de altares, terminando
infaliblemente en la capilla del Cristo de la Fe; pasaba un ratito a la
sacristía, donde con el coadjutor o el sacristán se permitía una breve
charla, tratando del tiempo, o de lo malo que está todo, o bien de
comentar el cómo y el por qué de que viniera turbia el agua del Lozoya,
y se marchaba por la puerta que da a la calle de Atocha, donde repartía
las últimas monedas del cartucho. Tal era su previsión, que rara vez
dejaba de llevar la cantidad necesaria para los pobres de uno y otro
costado: como aconteciera el caso inaudito de faltarle una pieza, ya
sabía el mendigo que la tenía segura al día siguiente; y si sobraba, se
corría el buen señor al oratorio de la calle del Olivar en busca de una
mano desdichada en que ponerla.
Pues señor, entró D. Carlos en la iglesia, como he dicho, por la puerta
que llamaremos del Cementerio de San Sebastián, y las ancianas y
ciegos de ambos sexos que acababan de recibir de él la limosna, se
pusieron a picotear, pues mientras no entrara o saliera alguien a quien
acometer, ¿qué habían de hacer aquellos infelices más que engañar su
inanición y sus tristes horas, regalándose con la comidilla que nada les
cuesta, y que, picante o desabrida, siempre tienen a mano para con ella
saciarse? En esto son iguales a los ricos: quizás les llevan ventaja,
porque cuando tocan a charlar, no se ven cohibidos por las
conveniencias usuales de la conversación, que poniendo entre el
pensamiento y la palabra gruesa costra etiquetera y gramatical,
embotan el gusto inefable del dime y direte.
«¿No vus dije que D. Carlos no faltaba hoy? Ya lo habéis visto. Decir
ahora si yo me equivoco y no estoy al tanto.
--Yo también lo dije... Toma... como que es el aniversario del mes, día
24; quiere decir que cumple mes la defunción de su esposa, y Don
Carlos
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