por entre la nube de humo que vomitaba, veía, desde donde estaba sentado, un hacinamiento de cabezas, alumbradas por la llama temblorosa del fogón.
Entre risas ahogadas y cuchicheos, oía el canto monótono de la sartén en la que se freían montones de pasteles dorados, que espolvoreados con azúcar rubia, llevados de a seis u ocho--máximum que podía contener el único plato de loza que había en la casa--con destino al depósito general, que estaba en la pieza de paja, bajo la custodia de una vieja vigilante, tía[18] respetada de algunos muchachos gre?udos y carasucias, que de vez en cuando se asomaban por ahí, espiando el momento de dar un malón con suerte.
Eran atraídos por el olor apetitoso y agradable de los pasteles, que corría por todo el rancho, y que al penetrar por la nariz ponía en juego las glándulas salivales y hacía caer los estómagos en sue?os deleitosos y en éxtasis bucólicos.
Bajo su influencia, uno llegaba hasta a olvidar que los tales pasteles estaban guardados en un viejo fuentón de lata, bajo la cama, en compa?ía del antiguo cajón de fideos, hoy humilde depósito de tabaco para el uso de la patrona, y expuestos a las correrías irrespetuosas de las pulgas matreras[19], que pasan su vida viajando de los perros a sus due?os y de éstos a los perros, hasta encontrar algún benévolo forastero que, a pesar suyo, las lleve por ahí a tierras lejanas.
Ya una veintena de mates amargos y sabrosos, o no, que eran cebados por un muchacho ro?oso--todo un maestro en el arte--habían pasado a mi estómago, haciéndome olvidar la fatiga y el cansancio, cuando las mozas y los mozos, que habían andado por ahí a salto de mata[20], ya más familiarizados con los forasteros, empezaron a dejar sus escondites poco a poco.
Ellos se acercaban serios y graves, nos daban la mano--a mí y a otros convidados desconocidos que estábamos como en asamblea, con el brazo rígido como si fueran a pegar una pu?alada o a asigurar un ?udo, murmuraban algo que no se entendía y luego se sentaban en rueda, con toda simetría, tratando, a fuer de bien criados, de colocar los peque?os bancos de una cuarta de alto y formados por un trozo de madera pulido por el uso y las asentaderas, y con las cabeceras llenas de peque?os cortes producidos por el cuchillo al picar el naco, de modo a no dar la espalda a nadie.
Y allí se quedaban con las piernas dobladas y el cuerpo encogido en esa posición en que se encuentran las momias incásicas en sus urnas de barro, pintarrajeadas.
Más allá, parados, con los pies cruzados, un pucho coronando la oreja, medio perdido entre una mecha rebelde que se escapa del sombrero descolorido y ajado, están los gauchos pobres y menos considerados, con sus chiripás rayados, sus camisetas de percal y sus rebenques colgados en el mango del facón, atravesado en la cintura y que asoma por sobre el culero[21] fogueando por el lazo o por bajo el tirador, cuando más sujeto por una yunta de bolivianos[22] falsos.
Ellas, las mozas, venían en grupo, disimulando su turbación con una sonrisa y haciendo sonar sus enaguas almidonadas y sus vestidos de percaltiesos a fuerza de planchado y que cantaban alegremente al rozar el suelo.
Se sentaban en hilera, graves, por más que la alegría les rebosaba; se ponían serias, pero la risa les chacoteaba entre las pesta?as largas y crespas, jugueteaba sobre sus labios y se arremolinaba, allí, en las extremidades de la boca.
Pronto la conversación se hizo general, la fuente de pasteles se puso al alcance de las manos y la familiaridad comenzó a desarrugar los ce?os adustos y a alejar las desconfianzas.
Más mozos y más mozas continuaron llegando, y de recepción en recepción y de pastel en pastel, fuimos alcanzando a la noche, que era la aspiración de todos.
Al fin llegó y con ella los guitarreros, que eran tres: un viejo tuerto--verdadero archivo de cicatrices--y dos parditos, que eran sus discípulos, los voceros de su fama y futuros herederos de su clientela en el pago.
Se colocaron los bancos en rueda, destinado el frente que daba al rancho--sitio de honor--para los guitarreros, para las mamás y para los mosqueteros de más consideración; luego seguían las mozas que entrarían en danza y la turbamulta de mirones y de asistentes.
El bastonero[23], que era due?o de casa, se situó en un punto cómodo para abarcar el conjunto y hacer la designación de parejas con la mayor estrictez, y mientras se acordaban las guitarras, empezó a estudiar la concurrencia para--con conocimiento de causa--poder hacer combinaciones que pudiesen satisfacer las aspiraciones de todos: enamorados-bailantes y bailantes solamente.
?Cómo latía el corazón, en la esperanza de que fuera la moza de su simpatía la que le tocara a uno en aquel reparto de beldades, que duraría lo que durase
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