Mare nostrum | Page 6

Vicente Blasco Ibáñez

misterio nocturnos bajo los chorros de sol que entraban por los
tragaluces.
En esta soledad se encontraba mejor. Podía poblarla á su capricho. Le
estorbaban los seres reales, como los inoportunos ruidos que despiertan
de un ensueño hermoso. El desván era un mundo con varios siglos de
existencia, que le pertenecía por entero y se plegaba á todas sus
fantasías.
Metido en un cofre sin tapa, lo hacía balancearse, imitando con la boca
los rugidos de la tempestad. Era una carabela, un galeón, una nave, tal
como los había visto en los viejos libros: las velas con leones y
crucifijos pintados, un castillo en la popa y un figurón tallado en el

avante, que se hundía en las olas para reaparecer chorreando.
El cofre, en fuerza de empujones, abordaba la costa tallada á pico de un
arcón, el golfo triangular de dos cómodas, la blanda playa de unos
fardos de telas. Y el navegante, seguido de una tripulación tan
numerosa como irreal, saltaba á tierra tizona en mano, escalando unas
montañas de libros, que eran los Andes, y agujereaba varios volúmenes
con el regatón de una lanza vieja para plantar su estandarte. ¿Por qué
no había de ser conquistador?...
Inútilmente acudían á su memoria fragmentos de conversación entre su
padrino y su padre, según los cuales todo era conocido en la superficie
de la tierra. Algo, sin embargo, quedaría por descubrir. El era el punto
de encuentro de dos líneas de marinos. Los hermanos de su madre
tenían barcos en la costa de Cataluña. Los abuelos de su padre habían
sido valerosos y obscuros navegantes, y allá en la Marina estaba su tío
el médico, un verdadero hombre de mar.
Al fatigarse de estas orgías imaginativas, contemplaba los retratos de
diversas épocas almacenados en el desván. Prefería los de mujeres:
damas de melena corta y rizada, con un lazo en una sien, como las que
pintó Velázquez, caras largas del siglo siguiente, con boca de cereza,
dos lunares en las mejillas y una torre de pelo blanco. El recuerdo de la
basilisa parecía esparcirse por estos cuadros. Todas las damas tenían
algo de ella.
Entre los retratos de hombres había un obispo que le molestaba por su
edad absurda. Era casi de sus años; un obispo adolescente, con ojos
imperiosos y agresivos. Estos ojos le inspiraban cierto pavor, y por lo
mismo decidió acabar con ellos: «¡Toma!» Y clavó su espada en el
viejo cuadro, añadiendo á sus desconchados dos agujeros en el lugar de
las pupilas. Todavía, para mayor remordimiento, añadió unas cuantas
cuchilladas... En la misma noche, estando su padrino invitado á cenar,
el notario habló de cierto retrato adquirido meses antes en las
inmediaciones de Játiva, ciudad que miraba con interés por haber
nacido los Borgia en una aldea cercana. Los dos hombres eran de la
misma opinión. Aquel prelado casi infantil no podía ser otro que César
Borgia, nombrado arzobispo de Valencia, por su padre el Papa, cuando

tenía diez y seis años. Un día que estuviesen libres examinarían con
detenimiento el retrato... Y Ulises, bajando la cabeza, sintió que se le
atragantaban los bocados.
Ir á casa del padrino representaba para él un placer más intenso y
palpable que los juegos solitarios del desván. El abogado don Carmelo
Labarta se mostraba ante sus ojos como la personificación de la vida
ideal, de la gloria de la poesía. El notario hablaba de él con entusiasmo,
compadeciéndole al mismo tiempo.
--¡Ese don Carmelo!... El primer civilista de nuestra época. A espuertas
podría ganar el dinero, pero los versos le atraen más que los pleitos.
Ulises entraba en su despacho con emoción. Sobre las filas de libros
multicolores y dorados que cubrían las paredes veía unas cabezotas de
yeso, con frentes de torre y ojos huecos que parecían contemplar la
nada inmensa.
El niño repetía sus nombres como un pedazo de santoral, desde
Homero á Víctor Hugo. Después buscaba con su vista otra cabeza
igualmente gloriosa, aunque menos blanca, con las barbas rubias y
entrecanas, la nariz rubicunda y unas mejillas herpéticas que en ciertos
momentos echaban á volar las películas de su caspa. Los ojos dulces
del padrino, unos ojos amarillos moteados de pepitas negras, acogían á
Ulises con el amor de un solterón que se hace viejo y necesita
inventarse una familia. El era quien le había dado en la pila bautismal
su nombre, que tanta admiración y risa despertaba en los compañeros
de colegio; él quien le había contado muchas veces las aventuras del
navegante rey de Itaca con la paciencia de un abuelo que relata á su
nieto la vida del santo onomástico.
Luego, el muchacho consideraba con no menos devoción todos los
recuerdos de gloria que adornaban la casa: coronas de hojas de oro,
copas argentinas, desnudeces marmóreas, placas de diversos metales
sobre fondo de
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