de convexidades azules coronadas de espuma que ven��an �� deshacerse con cadencioso estruendo sobre la playa color de bronce.
Cuando dejaban de brillar las capas bordadas de los tres sacerdotes del altar mayor y aparec��a en el p��lpito otro sacerdote blanco y negro, Ulises volv��a la vista �� una capilla lateral. El serm��n representaba para ��l media hora de somnolencia poblada de esfuerzos imaginativos. Lo primero que buscaban sus ojos en la capilla de Santa B��rbara era una arca clavada en la pared �� gran altura, un sepulcro de madera pintada, sin otro adorno que esta inscripci��n: Aqu�� yace do?a Constanza Augusta, Emperatriz de Grecia.
El nombre de Grecia ten��a el poder de excitar la fantas��a del peque?o. Tambi��n su padrino, el abogado Labarta, poeta laureado, no pod��a repetir este nombre sin que una contracci��n fervorosa pasase por su barba entre cana y una luz nueva por sus ojos. Algunas veces, al poder misterioso de tal nombre se yuxtapon��a un nuevo misterio m��s obscuro y de angustioso inter��s: Bizancio. ?C��mo aquella se?ora augusta, soberana de remotos pa��ses de magnificencia y de ensue?o, hab��a venido �� dejar sus huesos en una l��brega capilla de Valencia, dentro de un arc��n semejante �� los que guardaban retazos y cachivaches en los desvanes del notario?...
Un d��a, despu��s de la misa, don Esteban le hab��a contado su historia r��pidamente. Era hija de Federico II de Suabia, un Hohenstaufen, un emperador de Alemania, pero que estimaba en m��s su corona de Sicilia. Hab��a llevado en los palacios de Palermo--verdaderas ruzafas por sus orientales jardines--una existencia de pagano y de sabio, rodeado de poetas y hombres de ciencia (jud��os, mahometanos y cristianos), de bayaderas, de alquimistas y de feroces guardias sarracenos. Legisl�� como los jurisconsultos de la antigua Roma, escribiendo al mismo tiempo los primeros versos en italiano. Su vida fu�� un continuo combate con los Papas, que lanzaban contra ��l excomuni��n sobre excomuni��n. Para obtener la paz se hac��a cruzado y marchaba �� la conquista de Jerusal��n. Pero Saladino, otro fil��sofo de la misma clase, se pon��a r��pidamente de acuerdo con su colega cristiano. La posesi��n de una peque?a ciudad rodeada de eriales y con un sepulcro vac��o no val��a la pena de que los hombres se degollasen durante siglos. El monarca sarraceno le entregaba Jerusal��n graciosamente, y el Papa volv��a �� excomulgar �� Federico por haber conquistado los Santos Lugares sin derramamiento de sangre.
--Fu�� un grande hombre--murmuraba don Esteban--. Hay que reconocer que fu�� un grande hombre...
Lo dec��a t��midamente, sintiendo que sus entusiasmos por aquella ��poca remota le obligasen �� hacer esta concesi��n �� un enemigo de la Iglesia. Se estremec��a al pensar en los libros blasfematorios, que nadie hab��a visto, pero cuya paternidad atribu��a Roma al emperador siciliano: especialmente el de Los tres impostores, en el que Federico med��a con el mismo rasero �� Mois��s, Jes��s y Mahoma. Este escritor coronado era el periodista m��s antiguo de la Historia: el primero que en pleno siglo XIII hab��a osado apelar al juicio de la opini��n p��blica en sus manifiestos contra Roma.
Su hija la hab��a casado con un emperador de Bizancio, Juan Dukas Vatatz��s, el famoso ?Vatacio?, cuando ��ste ten��a cincuenta a?os y ella catorce. Era una hija natural, legitimada luego, como casi toda su prole: un producto de su har��n libre, en el que se mezclaban beldades sarracenas y marquesas italianas. Y la pobre joven, casada con ?Vatacio el Her��tico? por un padre necesitado de alianzas, hab��a vivido largos a?os en Oriente con toda la pompa de una basilisa, envuelta en vestiduras de r��gidos bordados que representaban escenas de los libros santos, calzada con borcegu��es de p��rpura que llevaban en las suelas ��guilas de oro, ��ltimo s��mbolo de la majestad de Roma.
Primeramente hab��a reinado en Nicea, refugio de los emperadores griegos mientras Constantinopla estuvo en poder de los cruzados, fundadores de una dinast��a latina; luego, cuando, muerto Vatacio, el audaz Miguel Pale��logo reconquistaba Constantinopla, la viuda imperial se ve��a solicitada por este aventurero victorioso. Durante varios a?os resisti�� �� sus pretensiones, consiguiendo al fin que su hermano Manfredo, nuevo rey de Sicilia, la devolviese �� su patria. Federico hab��a muerto; Manfredo hac��a frente �� las tropas pontificales y �� la cruzada francesa que hab��an levantado los Papas ofreciendo al rudo Carlos de Anjou la corona de Sicilia. La pobre emperatriz griega llegaba �� tiempo para recibir la noticia de la muerte de su hermano en una batalla y seguir la fuga de su cu?ada y sus sobrinos. Todos se refugiaban en Lucera dei Pagani, castillo defendido por los sarracenos al servicio de Federico, ��nicos fieles �� su memoria.
El castillo ca��a en poder de los guerreros de la Iglesia, y la esposa de Manfredo era conducida �� una prisi��n, donde se extingu��a su vida al poco tiempo. La obscuridad tragaba los ��ltimos restos de la familia maldecida por
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