ruido de los pasos.
Al llegar al zaguán, Febrer se detuvo. La extrema resolución que había
adoptado, y que iba a influir para siempre en los destinos de su nombre,
le hizo mirar con curiosidad los mismos lugares que antes cruzaba
indiferente.
En ninguna parte del edificio se notaba como aquí la antigua
prosperidad. El zaguán, enorme cual una plaza, podía admitir más de
una docena de carrozas y todo un escuadrón de jinetes.
Doce columnas algo panzudas, de mármol avellanado de la isla,
sostenían los arcos de piedra cortada en piezas, sin revestimiento
alguno, encima de los cuales extendíase el techo de vigas negras. El
pavimento era de guijarros, y entre ellos crecía el musgo de la humedad.
Una frescura de ruina extendíase por esta entrada gigantesca y solitaria.
Un gato atravesó el zaguán, saliendo por el orificio de una puerta
carcomida de las antiguas cuadras, para desaparecer en los
abandonados subterráneos que habían guardado las cosechas en otros
tiempos. A un lado, había un pozo de la misma época en que se
construyó el palacio, un orificio abierto en la roca, con brocal de piedra
roída por el tiempo y una espadaña de hierro trabajada a martillo. La
hiedra crecía en frescos ramilletes entre los salientes de la pulida piedra.
Muchas veces, Jaime, siendo niño, se había asomado para contemplarse
allá abajo, en la pupila circular y luminosa de sus aguas dormidas.
La calle estaba solitaria. Al final de ella, junto, a las tapias del jardín de
los Febrer, veíase la muralla de la ciudad, y abierto en esta muralla un
portalón con barrotes de madera en su arco, iguales a los dientes de una
boca enorme de pescado. En el fondo de esta boca temblaban, verdes y
luminosas, las aguas de la bahía.
Anduvo Jaime algunos pasos por las azuladas piedras de la calle, falta
de aceras, y se detuvo luego para contemplar su casa. No era más que
un pequeño resto del pasado. El antiguo palacio de los Febrer ocupaba
toda una manzana, pero había ido empequeñeciéndose con el paso de
los siglos y los apuros de la familia. Ahora una parte de él era
residencia de monjas, y otras fracciones habían sido adquiridas por
ciertos ricos, que desfiguraban con balconajes modernos la primitiva
unidad del edificio, atestiguada por la línea uniforme de aleros y
tejados. Los mismos Febrer, refugiados en la parte del caserón que
miraba al jardín y al mar, habían tenido que ceder los pisos bajos, para
aumento de sus rentas, a almacenistas y pequeños industriales. Junto a
la portada señorial, tras unas vidrieras, trabajaban planchando ropa
blanca algunas muchachas, que saludaron a don Jaime con respetuosa
sonrisa. Éste siguió inmóvil en su contemplación de la antigua casa.
¡Qué hermosa todavía, a pesar de sus amputaciones y su vejez!...
La piedra del zócalo, agujereada y combada hacia dentro por el roce de
personas y carruajes, estaba partida por varios tragaluces con rejas a ras
del suelo. La parte baja del palacio mostrábase roída, lacerada y
polvorienta, como unos pies que hubiesen caminado durante siglos.
A partir del entresuelo, piso con entrada independiente, que había sido
alquilado a un almacenista de drogas, comenzaba a desarrollarse el
esplendor señorial de la fachada. Tres ventanales al nivel del arco del
portalón, divididos por dobles columnas, mostraban sus marcos de
mármol negro finamente trabajado. Los pétreos cardos trepaban por las
columnas que sostenían las cornisas, y sobre estas últimas campeaban
tres grandes medallones: el del centro con el busto del Emperador y la
inscripción Dominus Carolus Imperator 1541, recuerdo de su paso por
Mallorca para la infortunada expedición de Argel; los de los lados
ostentando las armas de los Febrer, sostenidos por peces con barbudas
cabezas de hombre. En las grandes ventanas del primer piso trepaban
por jambas y cornisas unas guirnaldas formadas con anclas y delfines,
testimonio de las glorias de esta familia de navegantes. Sobre sus
remates abríanse enormes conchas. En la parte más alta de la fachada
extendíase una fila compacta de ventanillas con adornos góticos, unas
tapiadas, otras abiertas para dar luz y aire a los desvanes, y sobre ellas
el alero monumental, el alero grandioso, como sólo se encuentra en los
palacios de Mallorca, extendiendo hasta el promedio de la calle su
ensamblaje de maderos tallados, ennegrecidos por el tiempo y
sostenidos por vigorosas gárgolas.
Por toda la fachada extendíanse, formando cuadriláteros, listones de
madera carcomida con clavos y abrazaderas de hierro oxidado. Eran
restos de las grandes iluminaciones con que la casa conmemoraba
ciertas fiestas en sus tiempos de esplendor.
Jaime pareció satisfecho de este examen. Aún era hermoso el palacio
de sus abuelos, a pesar de las ventanas faltas de cristales, del polvo y
las telarañas amontonados en los huecos, de los desgarrones que los
siglos habían abierto en su revoque. Cuando
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