Las inquietudes de Shanti Andia | Page 9

Pío Baroja
cabeza de naufragios, islas desiertas y barcos piratas.
Sabia m��s que la generalidad de las mujeres, y, sobre todo, que las mujeres del pa��s. Ella me explic�� c��mo iban los vascos, en otra ��poca, a la pesca de la ballena en los mares del Norte; c��mo descubrieron el banco de Terranova, y c��mo a��n, en el siglo pasado, en los astilleros de Vizcaya y de Guip��zcoa, en Orio, Pasajes, Aguinaga y Guernica, se hac��an grandes fragatas.
Me habl�� tambi��n, con orgullo, de los marinos y capitanes vascos: de Elcano, dando la vuelta al mundo; de Oquendo, victorioso en m��s de cien combates, y que, vencido en la vejez por el almirante Tremp, muere de tristeza; de Blas de Lezo, tuerto y con una sola pierna, bati��ndose constantemente y venciendo, con unos pocos barcos, la escuadra poderosa del almirante ingl��s Vernon en Cartagena de las Indias; del sabio y heroico Churruca, de Echaide, de Recalde, de Gazta?eta. Con frecuencia terminaba sus narraciones con estos versos de Concha, en su _Arte de Navegar_:
Por tierra y por mar profundo Con im��n y derrotero, Un vascongado el primero Di�� la vuelta a todo el mundo.
Y aunque estos versos no tuvieran relaci��n alguna con lo contado, por el tono solemne con que los recitaba mi t��a ��rsula, me parec��an un final muy oportuno para cualquier relato.
En tan lejana ��poca de mi infancia, yo no conoc��a m��s chicos de mi edad que unos primos segundos. Estos chicos viv��an en Madrid y ven��an a L��zaro durante el verano.
Cuando estaban ellos en casa de mi abuela, ��bamos juntos a un caser��o de la familia, donde sol��an darnos cuajada. La t��a ��rsula la repart��a, mientras nosotros, los chicos, mir��bamos si a alguno le daban m��s que a los otros, para protestar.
Mis primos sol��an contar cosas de los teatros y circos de la corte; pero, la verdad, esto no me llamaba la atenci��n. Lo que me atra��a era el mar. Miraba con envidia los chicos descalzos del muelle. Me hubiera gustado ser hijo de pescador, para corretear por las escolleras y jugar en los lanchones y gabarras.
Mi t��a ��rsula, adem��s de su biblioteca, formada por folletines ilustrados franceses, y de sus libros de aventuras mar��timas, ten��a otro fondo de donde ir sacando los relatos emocionantes que a m�� tanto me cautivaban.
En la sala de Aguirre, en el arca, se guardaba, entre otras cosas viejas y respetables, un tomo manuscrito, en folio, muy voluminoso. En la cubierta, de pergamino, dec��a, con letras ya deste?idas y rojizas: ?Historia de la familia de Aguirre?.
[Ilustraci��n]
Como casi todos los miembros de la familia de este nombre y los emparentados con ella hab��an sido marinos y viajeros, para explicar sus correr��as, intercaladas en las amarillentas p��ginas, se ve��an cartas de navegar antiguas, bastante raras. En estos mapas, el mar se simbolizaba con una ballena echando un surtidor de agua, un gale��n y varios delfines; los pueblos, por casitas; los montes, por ��rboles, y los pa��ses salvajes, por indios con plumas en la cabeza, un arco y una flecha. Hab��a, tambi��n, planos para indicar las corrientes y los vientos, y dibujos de sondas, br��julas primitivas y astrolabios.
Todo el libro se reduc��a a una serie de narraciones de aventuras mar��timas y terrestres.
Mi t��a ��rsula se calaba las antiparras y le��a con gran detenimiento alguno de estos relatos, y los comentaba.
La mayor��a eran breves, y estaban redactados en una forma tan amanerada, que yo no me enteraba de su sentido. De las m��s entretenidas era la historia de Domingo de Aguirre, llamado el Vascongado, que form�� parte en la expedici��n de Gonzalo Jim��nez de Quesada, cuando la conquista de Am��rica. Domingo de Aguirre presenci�� el incendio de Iraca, que debi�� de tener mucha importancia a juzgar por sus descripciones.
Cuando comenc�� a escribir, a mi t��a ��rsula se le ocurri�� dictarme p��rrafos del gran libro de la familia, y todav��a conservo, por casualidad, un pliego en papel de barba, escrito por mi inh��bil mano, con letras desiguales, que dice as��:
?El capit��n de barco, Mart��n P��rez de Irizar, hijo de Renter��a, cuando volv��a de C��diz de cargar un gale��n de mercader��as, se encontr�� en alta mar con el corsario franc��s Juan Flor��n, cuyo nombre espantaba a cu��ntos sal��an al mar. El orgulloso franc��s llevaba dos barcos bien pertrechados de armas. A los que cog��a en el mar, grandes o chicos, hombres o mujeres, los desvalijaba y los dejaba en cueros; as�� que estaba muy rico.
Al divisar el gale��n del capit��n guipuzcoano, como el franc��s le atacara con br��o, Irizar se defendi�� en su barco, valientemente. Por ambas partes corri�� la sangre en abundancia, y despu��s de la refriega, Mart��n P��rez de Irizar apres�� a Juan Flor��n, a sus barcos y a toda su gente.
De los piratas murieron treinta hombres y quedaron heridos m��s de ochenta. Juan Flor��n quiso dar veinte mil duros al
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