desarbolados, a punto de irse a pique.
Otro cuadro iluminado que gozaba gran estimación en la casa, era uno que tenía en medio la Rosa de los Vientos, y a los lados, todas las banderas, gallardetes y matrículas del mundo.
En una categoría todavía superior estaban dos escapularios grandes que le dieron a mi abuelo las monjas de Santa Clara, de Lúzaro, y a los cuales él puso marco en Cádiz, y le acompa?aron en sus viajes y en su vuelta al mundo.
Mi abuela daba una importancia tan extraordinaria a estas cosas, que yo creía que eran del dominio común, y que las haza?as de mi bisabuelo eran tan conocidas como las de Napoleón o las de Nelson.
Había también en la sala una brújula, un barómetro, un termómetro, un catalejo y varios daguerrotipos pálidos, sobre cristal, de primos y parientes lejanos. Recuerdo también un octante antiguo muy grande y muy pesado, de cobre, con la escala para marcar los grados, de hueso.
Sobre la consola solían estar dos cajas de té de la China, una copa tallada en un coco y varios caracoles grandes, de esos del mar de las Indias, con sus volutas nacaradas, que uno creía que guardaban dentro un eco del ruido de las olas.
Lo que más me chocaba y admiraba de toda la sala era una pareja de chinitos, metidos cada uno en un fanal, que movían la cabeza. Tenían caras de porcelana muy expresivas y estaban muy elegantes y peripuestos. El chinito, con su bigote negro afilado y sus ojos torcidos, llevaba en la mano un huevo de avestruz, pintado de rojo; la chinita vestía una túnica azul y tenía un abanico en la mano.
Al movimiento de las pisadas en el suelo, los dos chinitos comenzaban a saludar amablemente, y parecían rivalizar en zalamerías.
Cuando me dejaban entrar en la sala, me pasaba el tiempo mirándolos y diciendo:
--Abuelita, ahora dicen que sí, ahora que no. Ahora sí, ahora no.
[Ilustración]
Mi abuela poseía también un loro, Paquita, que dominaba el diálogo y el monólogo.
Se le preguntaba:
Lorito, ?eres casado?
Y él contestaba:
Y en Veracruz velado. A ja jai, ?qué regalo!
Su monólogo constante era esta retahila de loro de puerto de mar:
?A babor! ?A estribor! ?Buen viaje! ?Buen pasaje! ?Fuego! ?Hurra, lorito!
Yo encontraba en las palabras de aquel pajarraco verde un fondo de ironía que me molestaba. La _I?ure_ me contó que una vez, hace mucho tiempo, un loro que tenía un marino de Elguea lo denunció, y por él se supo que su amo había sido pirata.
A pesar de la ciencia y de las habilidades de todos los de su clase, Paquita me era muy antipático; nunca quería contestarme cuando le preguntaba si era casado, y una vez estuvo a punto de llevarme un dedo de un picotazo. Desde entonces le miraba con rabia, y, de cogerlo por mi cuenta, le hubiera atracado de perejil hasta enviarlo a decir sus relaciones al paraíso de los loros. También tenía mi abuela una caja de música, ya vieja, con un cilindro lleno de púas, a la que se le daba cuerda; pero estaba rota y no funcionaba.
V
LA TíA úRSULA
Tardé bastante tiempo en ir a la escuela. De chico tomé un golpe en una rodilla, y no sé si por el tratamiento del curandero, que me aplicó únicamente emplastos de harina y de vino, o por qué, el caso es que padecí, durante bastante tiempo, una artritis muy larga y dolorosa.
Quizá por esto me crié enfermizo, y el médico aconsejó a mi madre que no me llevara a la escuela. Mi infancia fué muy solitaria. Tenía, para divertirme, unos juguetes viejos que habían pertenecido a mi madre y a mi tío. Estos juguetes que pasan de generación en generación, tienen un aspecto muy triste. El arca de Noé de mi tío Juan era un arca melancólica; a un caballo le faltaba una pata; a un elefante, la trompa; al gallo, la cresta. Era un arca de Noé que más parecía un cuartel de inválidos.
Mi tía úrsula, hermana mayor de mi madre, solterona romántica, comenzó a ense?arme a leer. Do?a Celestina era como el espíritu de la tradición en la familia Aguirre; la tía úrsula representaba la fantasía y el romanticismo.
Cuando mi tía úrsula llegaba a casa, solía sentarse en una sillita baja, y allí me contaba una porción de historias y de aventuras.
En Aguirreche, en su cuarto, la tía úrsula guardaba libros e ilustraciones con grabados, espa?oles y franceses, en donde se narraban batallas navales, piraterías, evasiones célebres y viajes de los grandes navegantes. Estos libros debían de haber estado en alguna cueva, porque echaban olor a humedad y tenían las pastas carcomidas por las puntas. En ellos se inspiraba, sin duda, mi tía para sus narraciones.
La tía úrsula solía contar la cosa más insignificante con una solemnidad tal, que me maravillaba. Ella me llenó la
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