su labor literaria no existe jamás la terrible
visión de Poe, ni su armonía matemática. Fueron y son viciosos del
alcohol, sin que su vicio favorito influya en su obra. Poe es aparte. Sus
borracheras son fecundas, así como las de Paul Verlaine. Son lúcidos,
con una maravillosa clarividencia, a través de las brumas espesas de la
borrachera.
Musset bebió románticamente para olvidar. No se podía ya embriagar
«de amor ni de virtud» y se embriagó de ajenjo. «Cuidad de estar
siempre ebrios», dijo Baudelaire. Bebía el «pobre Alfredo» para llenar
el vacío de su vida frustrada sentimentalmente, pero nunca le debió
nada al alcohol; sus borracheras fueron «obscuras», como el fondo de
una sima, y al cabo la llama azulenca le abrasó el cerebro y sufrió el
horrible dolor de la impotencia en plena apoteosis de gloria y de
juventud. Rubén Darío también bebió para no sentir la vida demasiado
dura en la carne viva de su corazón de poeta.
La vida es dura, amarga y pesa; ¡ya no hay princesa que cantar!
Poe bebía bárbaramente, como si quisiera «asesinar algo en si mismo».
Nuestro admirable y dulce poeta Manuel Paso también se suicidó
abrasándose las entrañas y el cerebro en un océano siniestro de
aguardiente.
Baudelaire huyendo del burgués de París, Rubén asfixiado por la
estupidez del ambiente, Musset ahogando un dolor amoroso, son
borrachos corrientes y hasta vulgares. Poe y Verlaine, los clarividentes,
me interesan más que todos, porque su órbita literaria estaba en el
fondo de esos extraños paraísos violáceos.
Beber, para olvidar un dolor o para ser valiente ante las luchas
cotidianas, me parece una pueril equivocación. Hay que tener serenidad,
firmeza moral contra todas las celadas de la vida. «El alcohol, el opio,
el haschid no crean nada; prestan al cerebro una energía de momento
con un rédito ruinoso». La inspiración no está encerrada en una botella.
Yo creo esto firmemente; pero, ¿cómo vamos a negar a algunos
espíritus desventurados esa puerta de escape de una realidad
abrumadora, estúpida y hostil? Una puerta que, como en Poe, acaso
conduce a un plano espiritual, perfectamente absurdo, donde viven esos
seres misteriosos que se ven en las alucinaciones, y que
yo--teosóficamente--sospecho que tienen una completa, aunque
invisible realidad.
Un duelo romántico
POR las frívolas y fugitivas crónicas de actualidad ha pasado como una
evocación antañona la figura hidalga, pomposa y antigua del buen
soldado, caballero y poeta D. Juan de la Pezuela, conde de Cheste.
Era una silueta de otra edad. Como el famoso caballero Don Álvaro,
era hijo de un virrey del Perú, y al resurgir ahora, en nuestro siglo
mecánico y vulgar, nos ha parecido una figura pintoresca y gallarda de
un poema donde hubiese sonoros surtidores y pelucas rizadas.
Perteneció a una generación literaria cuya voz escuchamos ya desde
muy lejos. Nosotros recordamos con un poco de estupor los preceptos
artísticos de D. Alberto Lista, a los cuales ciñóse estrictamente, tal vez
sólo por devoción personal al maestro, hasta en las postreras regias
salutaciones que trazó su mano senil venerable.
Con Espronceda, Ros de Olano, Enrique Gil y Florentino Sanz asistía
al cenáculo del café del Príncipe, amable lugar donde se forjaron
algunas de esas queridas narraciones que tanto nos han emocionado en
nuestros primeros devaneos sentimentales, cuando pasábamos horas
enteras devorando las pintorescas ediciones de Gaspar y Roig.
Y fué allí, entre románticas melenas y retóricos madrigales, en la
exaltación de la nueva escuela revolucionaria y las violentas
aspiraciones de libertad, expresadas en odas y octavas reales, donde el
bardo que elogió a la atormentadora Teresa tuvo el mal acierto de
lanzar sus sarcasmos byronianos contra la rigidez de escuela o las
virtudes militares del conde de Cheste.
En aquel mismo punto quedó concertado el lance, como en aquel
tiempo galano en que los poetas hampones se batían por un soneto en
las encrucijadas del viejo París.
Caía la media noche cuando los combatientes se hallaban junto a la
puerta del cementerio de San Martín. El claro de luna encantaba
melancólicamente la fúnebre decoración. A la siniestra mano
extendíase el bello jardín de los muertos, con sus anchas columnatas y
sus calles de nichos vacíos. Quizá un ruiseñor cantaba entre las ramas
de un ciprés religioso y sombrío como una elegía. De la honda paz de la
tierra tal vez surgían esos rumores vagos, misteriosos, inquietantes, que
parecen diálogos del más allá.
Ambos caballeros se despojaron de las largas capas y de los sombreros
de ala plana. El cronista se finge el rostro pálido, demacrado de
Espronceda, con los ojos ardiendo en la fiebre de su constante delirio
sensual, iluminado por la luna. Tal vez llevara dentro su cerebro un
rayo lunático y visionario, quien pasó por la tierra enamorado
líricamente de la pálida Prometida.
Las hojas de acero brillaron y se cruzaron gallardamente.
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