fué a parar a casa de Gautier... donde inútilmente esperó a que reposase
en ella el cuerpo de la bella desconocida.
Tenía la fiebre de la lectura. Leía acostado doce horas de un tirón, y
encontró un modo extravagante de alumbrado: ponía en equilibrio
sobre su cabeza una gran palmatoria de cobre, que iluminaba
perfectamente las páginas; pero, a veces, se dormía y la palmatoria
rodaba por la cama, con grave peligro de incendio.
Acaso bebía un poco o se entregaba al opio; lo cierto es que sus
extravagancias se hicieron muy frecuentes. Hubo que llamar al médico,
cosa que indignó mucho a Nerval, que no comprendía la ingerencia de
la ciencia total, porque un día se paseó por el Palais Royal, llevando
tras sí un cangrejo sujeto por un largo cordón azul. «¿Acaso--decía--un
cangrejo es más ridículo que un pato, que una gacela, que un león o que
cualquier otro animal de que pueda uno hacerse seguir? A mí me
gustan los cangrejos porque son pacíficos, serios, saben los secretos del
mar, no ladran ni asustan a las gentes como los perros, que tan
antipáticos le eran a Goethe, el cual, sin embargo, no estaba loco».
Tenía la preocupación del mundo invisible y de los mitos
cosmogónicos, y cultivó los círculos misteriosos de Swendenborg y,
del clérigo Terrasson. En un viaje que hizo por Oriente compró una
esclava «de piel dorada y de cabellos rubios y el pecho pintado de
soles». Iba a documentarse para escribir un poema de la reina de Saba y
de Salomón, y se dirigió al Líbano.
Fué huésped de los jefes drusos y maronitas, «semejantes a los
burgraves del siglo XIII».
Bien pronto olvidó los motivos literarios de su viaje, y quiso penetrar la
doctrina secreta de los drusos. Un día, jinete en su caballo blanco, fué a
visitar al Cheih Said Escherazy para pedirle la mano de su hija, «la
attaké» Siti Salema. Esta virgen drusa aceptó a Gerardo de Nerval, le
dió un tulipán y plantó un arbolillo, que debía crecer con sus amores.
Pero el poeta, un día que iba a ver a su prometida, divisó un escarabajo
y, tomándolo por mal augurio, renunció a su pintoresco enlace. Con
todas estas noticias, conociendo su labor poética, sus inquietudes
filosóficas y su fértil imaginación, que contrastaba con su vida de
bohemio menesteroso, este soneto epitafio tiene un gran interés de
emoción:
SONETO EPITAFIO
A ratos vivió alegre, igual que un gorrión, este poeta loco, amador e
indolente; otras veces, sombrío cual Clitandro doliente... Cierto día, una
mano llamó a su habitación.
¡Era la Muerte! Entonces, él suspiró:--Señora, dejadme urdir las rimas
de mi último soneto--. Después cerró los ojos--acaso, un poco inquieto
ante el helado enigma--para aguardar su hora...
Dicen que fué holgazán, errátil e ilusorio, que dejaba secar la tinta en su
escritorio. Lo quiso saber todo y al fin nada ha sabido.
Y una noche de invierno, cansado de la vida, dejó escapar el alma de la
carne podrida y se fué preguntando:--¿Para qué habré venido?
Dijeron que se había ahorcado en una hora de locura. Pero este epitafio
rimado demuestra lo contrario. Se fué de la vida en la cumbre de una de
esas crisis morales en las que acaso el hombre alcanza mayor lucidez.
¡Quién lo sabe!...
Hábitos y extravagancias de los escritores
EL público que ha sentido la emoción de la poesía, que ha reído con las
comedias y que ha seguido febril por el interés los episodios de un
héroe de novela, tiene, sin duda, una gran curiosidad por saber cómo
han sido escritas las obras literarias de su predilección. Aparte de las
interesantes visitas de nuestro Caballero Audaz, muy poco se ha
cultivado en España esta literatura íntima y anecdótica: únicamente los
que establecemos nuestro despacho en la mesa de un café ofrecemos un
pedazo de intimidad al interés de los lectores. Zamacois, Roberto
Castrovido, escriben sus admirables novelas y sus artículos
maravillosos sobre una mesa de mármol, con un tinterillo menguado,
entre el bullicio, envueltos en el humo de las salas de un cafetín de
barrio. Es éste un milagro de aislamiento entre la muchedumbre, para el
que es preciso una gran fuerza mental.
Valle-Inclán escribe en la cama, con lápiz. El pobre y grande Felipe
Trigo no podía trabajar sino en unas cuartillas en un tamaño de octavo
menor. Uno de nuestros más terribles revolucionarios, que tiene la
suerte de estar casado con una bella dama andaluza, urde sus
furibundos artículos... envuelto en un mantón de Manila de su esposa.
No digo su nombre para evitarle el sonrojo ante los terribles
compañeros del Comité de barrio.
Los franceses han cultivado mejor este género de literatura íntima. Así
sabemos detalles interesantes y pintorescos. Moliere leía sus comedias
a su criada conforme las iba escribiendo. Cuando
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