La Tribuna, by Emilia Pardo Barz��n
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Title: La Tribuna
Author: Emilia Pardo Barz��n
Release Date: January 11, 2006 [eBook #17491]
Language: Spanish
Character set encoding: ISO-8859-1
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La Tribuna
Emilia Pardo Baz��n
Alfredo de Carlos, Madrid 1883
Pr��logo
Lector indulgente: No quiero perder la buena costumbre de empezar mis novelas hablando contigo breves palabras. M��s que nunca debo mantenerla hoy, porque acerca de La Tribuna tengo varias advertencias que hacerte, y as�� caminar��n juntos en este pr��logo el gusto y la necesidad.
Si bien La Tribuna es en el fondo un estudio de costumbres locales, el andar injeridos en su trama sucesos pol��ticos tan recientes como la Revoluci��n de Setiembre de 1868, me impuls�� a situarla en lugares que pertenecen a aquella geograf��a moral de que habla el autor de las Escenas monta?esas, y que todo novelista, chico o grande, tiene el indiscutible derecho de forjarse para su uso particular. Quien desee conocer el plano de Marineda, b��squelo en el atlas de mapas y planos privados, donde se colecciona, no s��lo el de Orbajosa, Villabermeja y Coteruco, sino el de las ciudades de R***, de L*** y de X***, que abundan en las novelas rom��nticas. Este privilegio concedido al novelista de crearse un mundo suyo propio, permite m��s libre inventiva y no se opone a que los elementos todos del microcosmos est��n tomados, como es debido, de la realidad. Tal fue el procedimiento que emple�� en La Tribuna, y lo considero suficiente--si el ingenio me ayudase--para alcanzar la verosimilitud art��stica, el vigor anal��tico que infunde vida a una obra.
Al escribir La Tribuna no quise hacer s��tira pol��tica; la s��tira es g��nero que admito sin poderlo cultivar; sirvo poco o nada para el caso. Pero as�� como niego la intenci��n sat��rica, no s�� encubrir que en este libro, casi a pesar m��o, entra un prop��sito que puede llamarse docente. Baste a disculparlo el declarar que naci�� del espect��culo mismo de las cosas, y vino a m��, sin ser llamado, por su propio impulso. Al artista que s��lo aspiraba retratar el aspecto pintoresco y caracter��stico de una capa social, se le present�� por a?adidura la moraleja, y ser��a tan sistem��tico rechazarla como haberla buscado. Porque no necesit�� agrupar sucesos, ni violentar sus consecuencias, ni desviarme de la realidad concreta y positiva, para tropezar con pruebas de que es absurdo el que un pueblo cifre sus esperanzas de redenci��n y ventura en formas de gobierno que desconoce, y a las cuales por lo mismo atribuye prodigiosas virtudes y maravillosos efectos. Como la raza latina practica mucho este g��nero de culto fetichista e idol��trico, opino que si escritores de m��s talento que yo lo combatiesen, prestar��an se?alado servicio a la patria.
Y vamos a otra cosa. Tal vez no falte quien me acuse de haber pintado al pueblo con crudeza naturalista. Responder�� que si nuestro pueblo fuese igual al que describiesen Goncourt y Zola, yo podr��a meditar profundamente en la conveniencia o inconveniencia de retratarlo; pero resuelta a ello, nunca seguir��a la escuela idealista de Trueba y de la insigne Fern��n, que ri?e con mis principios art��sticos. L��cito es callar, pero no fingir. Afortunadamente, el pueblo que copiamos los que vivimos del lado ac�� del Pirene no se parece todav��a, en buen hora lo digamos, al del lado all��. Sin adolecer de optimista, puedo afirmar que la parte del pueblo que vi de cerca cuando trac�� estos estudios, me sorprendi�� gratamente con las cualidades y virtudes que, a manera de agrestes renuevos de inculta planta, brotaban de ��l ante mis ojos. El m��todo de an��lisis implacable que nos impone el arte moderno me ayud�� a comprobar el calor de coraz��n, la generosidad viva, la caridad inagotable y f��cil, la religiosidad sincera, el recto sentir que abunda en nuestro pueblo, mezclado con mil flaquezas, miserias y preocupaciones que a primera vista lo oscurecen. Ojal�� pudiese yo, sin caer en falso idealismo, patentizar esta belleza rec��ndita.
No, los tipos del pueblo espa?ol en general, y de la costa cant��brica en particular, no son a��n--salvas fenomenales excepciones--los que se describen con terrible verdad en L��Assommoir, Germinie Lacerteux y otras obras, donde parece que el novelista nos descubre las abominaciones monstruosas de la Roma pagana, que unidas a la barbarie m��s grosera, reto?an en el coraz��n de la Europa cristiana y civilizada. Y ya que por dicha nuestra las faltas del
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