La Tribuna | Page 2

Emilia Pardo Bazán
más grosera, retoñan en el corazón de la Europa cristiana y
civilizada. Y ya que por dicha nuestra las faltas del pueblo que
conocemos no rebasan de aquel límite a que raras veces deja de llegar
la flaca decaída condición del hombre, pintémosle, si podemos, tal cual
es, huyendo del patriarcalismo de Trueba como del socialismo
humanitario de Sue, y del método de cuantos, trocando los frenos,
atribuyen a Calibán las seductoras gracias de Ariel.
En abono de La Tribuna quiero añadir que los maestros Galdós y
Pereda abrieron camino a la licencia que me tomo de hacer hablar a mis
personajes como realmente se habla en la región de donde los saqué.
Pérez Galdós, admitiendo en su Desheredada el lenguaje de los barrios
bajos; Pereda, sentenciando a muerte a las zagalejas de porcelana y a
los pastorcillos de égloga, señalaron rumbos de los cuales no es
permitido apartarse ya. Y si yo debiese a Dios las facultades de alguno
de los ilustres narradores cuyo ejemplo invoco, ¡cuánto gozarías, oh
lector discreto, al dejar los trillados caminos de la retórica novelesca
diaria para beber en el vivo manantial de las expresiones populares,
incorrectas y desaliñadas, pero frescas, enérgicas y donosas!
Queda adiós, lector, y ojalá te merezca este libro la misma acogida que
Un viaje de novios. Tu aplauso me sostendrá en la difícil vía de la
observación, donde no todo son flores para un alma compasiva.
EMILIA PARDO BAZÁN
Granja de Meirás, octubre de 1882.

-I-
Barquillos
Comenzaba a amanecer, pero las primeras y vagas luces del alba a
duras penas lograban colarse por las tortuosas curvas de la calle de los

Gastros, cuando el señor Rosendo, el barquillero que disfrutaba de más
parroquia y popularidad en Marineda, se asomó, abriendo a bostezos, a
la puerta de su mezquino cuarto bajo. Vestía el madrugador un
desteñido pantalón grancé, reliquia bélica, y estaba en mangas de
camisa. Miró al poco cielo que blanqueaba por entre los tejados, y se
volvió a su cocinilla, encendiendo un candil y colgándolo del
estribadero de la chimenea. Trajo del portal un brazado de astillas de
pino, y sobre la piedra del fogón las dispuso artísticamente en pirámide,
cebada por su base con virutas, a fin de conseguir una hoguera intensa
y flameante. Tomó del vasar un tarterón, en el cual vació cucuruchos de
harina y azúcar, derramó agua, cascó huevos y espolvoreó canela.
Terminadas estas operaciones preliminares, estremeciose de
frío--porque la puerta había quedado de par en par, sin que en cerrarla
pensase y descargó en el tabique dos formidables puñadas.
Al punto salió rápidamente del dormitorio o cuchitril contiguo una
mozuela de hasta trece años, desgreñada, con el cierto andar de quien
acaba de despertarse bruscamente, sin más atavíos que una enagua de
lienzo y un justillo de dril, que adhería a su busto, anguloso aún, la
camisa de estopa. Ni miró la muchacha al señor Rosendo, ni le dio los
buenos días; atontada con el sueño y herida por el fresco matinal que le
mordía la epidermis, fue a dejarse caer en una silleta, y mientras el
barquillero encendía estrepitosamente fósforos y los aplicaba a las
virutas, la chiquilla se puso a frotar con una piel de gamuza el enorme
cañuto de hojalata donde se almacenaban los barquillos.
Instalose el señor Rosendo en su alto trípode de madera ante la llama
chisporroteadora y crepitante ya, y metiendo en el fuego las magnas
tenazas, dio principio a la operación. Tenía a su derecha el barreño del
amohado, en el cual mojaba el cargador, especie de palillo grueso; y
extendiendo una leve capa de líquido sobre la cara interior de los
candentes hierros, apresurábase a envolverla en el molde con su dedo
pulgar, que a fuerza de repetir este acto se había convertido en una
callosidad tostada, sin uña, sin yema y sin forma casi. Los barquillos,
dorados y tibios, caían en el regazo de la muchacha, que los iba
introduciendo unos en otros a guisa de tubos de catalejo, y
colocándolos simétricamente en el fondo del cañuto; labor que se

ejecutaba en silencio, sin que se oyese más rumor que el crujir de la
leña, el rítmico chirrido de las tenazas al abrir y cerrar sus fauces de
hierro, el seco choque de los crocantes barquillos al tropezarse, y el
silbo del amohado al evaporar su humedad sobre la ardiente placa. La
luz del candil y los reflejos de la lumbre arrancaban destellos a la
hojalata limpia, al barro vidriado de las cazuelas del vasar, y la
temperatura se suavizaba, se elevaba, hasta el extremo de que el señor
Rosendo se quitase la gorra con visera de hule, descubriendo la calva
sudorosa, y la niña echase atrás con el dorso de la mano sus indómitas
guedejas que la sofocaban.
Entre tanto, el sol, campante
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