la esperanza de encontrarse al a?o siguiente; pero no se vieron m��s. Torrebianca permaneci�� en Europa, y Robledo llevaba muchos a?os vagando por la Am��rica del Sur, siempre como ingeniero, pero pleg��ndose �� las m��s extraordinarias transformaciones, como si reviviesen en ��l, por ser espa?ol, las inquietudes aventureras de los antiguos conquistadores.
De tarde en tarde escrib��a alguna carta, hablando del pasado m��s que del presente; pero �� pesar de esta discreci��n, Torrebianca ten��a la vaga idea de que su amigo hab��a llegado �� ser general en una peque?a Rep��blica de la Am��rica del Centro.
Su ��ltima carta era de dos a?os antes. Trabajaba entonces en la Rep��blica Argentina, hastiado ya de aventuras en pa��ses de continuo sacudimiento revolucionario. Se limitaba �� ser ingeniero, y serv��a unas veces al gobierno y otras �� empresas particulares, construyendo canales y ferrocarriles. El orgullo de dirigir los avances de la civilizaci��n �� trav��s del desierto le hac��a soportar alegremente las privaciones de esta existencia dura.
Guardaba Torrebianca entre sus papeles un retrato enviado por Robledo, en el que aparec��a �� caballo, cubierta la cabeza con un casco blanco y el cuerpo con un poncho. Varios mestizos colocaban piquetes con banderolas en una llanura de aspecto salvaje, que por primera vez iba �� sentir las huellas de la civilizaci��n material.
Cuando recibi�� este retrato, deb��a tener Robledo treinta y siete a?os: la misma edad que ��l. Ahora estaba cerca de los cuarenta; pero su aspecto, �� juzgar por la fotograf��a, era mejor que el de Torrebianca. La vida de aventuras en lejanos pa��ses no le hab��a envejecido. Parec��a m��s corpulento a��n que en su juventud; pero su rostro mostraba la alegr��a serena de un perfecto equilibrio f��sico.
Torrebianca, de estatura mediana, m��s bien bajo que alto, y enjuto de carnes, guardaba una agilidad nerviosa gracias �� sus aficiones deportivas, y especialmente al manejo de las armas, que hab��a sido siempre la m��s predominante de sus aficiones; pero su rostro delataba una vejez prematura. Abundaban en ��l las arrugas; los ojos ten��an en su v��rtice un fruncimiento de cansancio; los aladares de su cabeza eran blancos, contrast��ndose con el v��rtice, que continuaba siendo negro. Las comisuras de la boca ca��an desalentadas bajo el bigote recortado, con una mueca que parec��a revelar el debilitamiento de la voluntad.
Esta diferencia f��sica entre ��l y Robledo le hac��a considerar �� su camarada como un protector, capaz de seguir gui��ndole lo mismo que en su juventud.
Al surgir en su memoria esta ma?ana la imagen del espa?ol, pens��, como siempre: ??Si le tuviese aqu��!... Sabr��a infundirme su energ��a de hombre verdaderamente fuerte.?
Qued�� meditabundo, y algunos minutos despu��s levant�� la cabeza, d��ndose cuenta de que su ayuda de c��mara hab��a entrado en la habitaci��n.
Se esforz�� por ocultar su inquietud al enterarse de que un se?or deseaba verle y no hab��a querido dar su nombre. Era tal vez alg��n acreedor de su esposa, que se val��a de este medio para llegar hasta ��l.
--Parece extranjero--sigui�� diciendo el criado--, y afirma que es de la familia del se?or marqu��s.
Tuvo un presentimiento Torrebianca que le hizo sonreir inmediatamente por considerarlo disparatado. ?No ser��a este desconocido su camarada Robledo, que se presentaba con una oportunidad inveros��mil, como esos personajes de las comedias que aparecen en el momento preciso?... Pero era absurdo que Robledo, habitante del otro lado del planeta, estuviese pronto �� dejarse ver como un actor que aguarda entre bastidores. No. La vida no ofrece casualidades de tal especie. Esto s��lo se ve en el teatro y en los libros.
Indic�� con un gesto en��rgico su voluntad de no recibir al desconocido; pero en el mismo instante se levant�� el cortinaje de la puerta, entrando alguien con un aplomo que escandaliz�� al ayuda de c��mara.
Era el intruso, que, cansado de esperar en la antesala, se hab��a metido audazmente en la pieza m��s pr��xima.
Se indign�� el marqu��s ante tal irrupci��n; y como era de car��cter f��cilmente agresivo, avanz�� hacia ��l con aire amenazador. Pero el hombre, que re��a de su propio atrevimiento, al ver �� Torrebianca levant�� los brazos, gritando:
--Apuesto �� que no me conoces... ?Qui��n soy?
Le mir�� fijamente el marqu��s y no pudo reconocerlo. Despu��s sus ojos fueron expresando paulatinamente la duda y una nueva convicci��n.
Ten��a la tez obscurecida por la doble causticidad del sol y del fr��o. Llevaba unos bigotes cortos, y Robledo aparec��a con barba en todos sus retratos... Pero de pronto encontr�� en los ojos de este hombre algo que le pertenec��a, por haberlo visto mucho en su juventud. Adem��s, su alta estatura... su sonrisa... su cuerpo vigoroso...
--?Robledo!--dijo al fin.
Y los dos amigos se abrazaron.
Desapareci�� el criado, considerando inoportuna su presencia, y poco despu��s se vieron sentados y fumando.
Cruzaban miradas afectuosas �� interrump��an sus palabras para estrecharse las manos �� acariciarse las rodillas con vigorosas palmadas.
La curiosidad del marqu��s, despu��s de tantos a?os de ausencia, fu�� m��s viva que
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