y lo hab��a sido antes por los escritores de costumbres. Pero fuerza es reconocer del Naturalismo que ac�� volv��a como una corriente circular parecida al gulf stream, tra��a m��s calor y menos delicadeza y gracia. El nuestro, la corriente inicial, encarnaba la realidad en el cuerpo y rostro de un humorismo que era quiz��s la forma m��s genial de nuestra raza. Al volver a casa la onda, ven��a radicalmente desfigurada: en el paso por Albi��n hab��anle arrebatado la socarroner��a espa?ola, que f��cilmente convirtieron en humour ingl��s las manos h��biles de Fielding, Dickens y Thackeray, y despojado de aquella caracter��stica elemental, el naturalismo cambi�� de fisonom��a en manos francesas: lo que perdi�� en gracia y donosura, lo gan�� en fuerza anal��tica y en extensi��n, aplic��ndose a estados psicol��gicos que no encajan f��cilmente en la forma picaresca. Recibimos, pues, con mermas y adiciones (y no nos asustemos del s��mil comercial) la mercanc��a que hab��amos exportado, y casi desconoc��amos la sangre nuestra y el aliento del alma espa?ola que aquel ser literario conservaba despu��s de las alteraciones ocasionadas por sus viajes. En resumidas cuentas: Francia, con su poder incontrastable, nos impon��a una reforma de nuestra propia obra, sin saber que era nuestra; acept��mosla nosotros restaurando el Naturalismo y devolvi��ndole lo que le hab��an quitado, el humorismo, y empleando este en las formas narrativa y descriptiva conforme a la tradici��n cervantesca.
Cierto que nuestro esfuerzo para integrar el sistema no pod��a tener en Francia el eco que aqu�� tuvo la interpretaci��n seca y descarnada de las purezas e impurezas del natural, porque Francia poderosa impone su ley en todas las artes; nosotros no somos nada en el mundo, y las voces que aqu�� damos, por mucho que quieran elevarse, no salen de la estrechez de esta pobre casa. Pero al fin, consol��monos de nuestro aislamiento en el rinc��n occidental, reconociendo en familia que nuestro arte de la naturalidad con su feliz concierto entre lo serio y lo c��mico responde mejor que el franc��s a la verdad humana; que las crudezas descriptivas pierden toda repugnancia bajo la m��scara burlesca empleada por Quevedo, y que los profundos estudios psicol��gicos pueden llegar a la mayor perfecci��n con los granos de sal espa?ola que escritores como D. Juan Valera saben poner hasta en las m��s hondas disertaciones sobre cosa m��stica y asc��tica.
Para corroborar lo dicho, ning��n ejemplo mejor que La Regenta, muestra feliz del Naturalismo restaurado, reintegrado en la calidad y ser de su origen, empresa para _Clar��n_ muy f��cil y que hubo de realizar sin sentirlo, dej��ndose llevar de los impulsos primordiales de su grande ingenio. Influido intensamente por la irresistible fuerza de opini��n literaria en favor de la sinceridad narrativa y descriptiva, admiti�� estas ideas con entusiasmo y las expuso disueltas en la inagotable vena de su graciosa picard��a. Picaresca es en cierto modo La Regenta, lo que no excluye de ella la seriedad, en el fondo y en la forma, ni la descripci��n acertada de los m��s graves estados del alma humana. Y al propio tiempo, ?qu�� feliz aleaci��n de las bromas y las veras, fundidas juntas en el crisol de una lengua que no tiene semejante en la expresi��n equ��voca ni en la gravedad socarrona! Hermosa es la verdad siempre; pero en el arte seduce y enamora m��s cuando entre sus distintas vestiduras po��ticas escoge y usa con desenfado la de la gracia, que es sin duda la que mejor cortan espa?olas tijeras, la que tiene por riqu��sima tela nuestra lengua incomparable, y por costura y acomodamiento la prosa de los maestros del siglo de oro. Y de la enorm��sima cantidad de sal que _Clar��n_ ha derramado en las p��ginas de La Regenta da fe la tenacidad con que a ellas se agarran los lectores, sin cansancio en el largo camino desde el primero al ��ltimo cap��tulo. De m�� s�� decir que pocas obras he le��do en que el inter��s profundo, la verdad de los caracteres y la viveza del lenguaje me hayan hecho olvidar tanto como en esta las dimensiones, terminando la lectura con el desconsuelo de no tener por delante otra derivaci��n de los mismos sucesos y nueva salida o reencarnaci��n de los propios personajes.
Desarr��llase la acci��n de La Regenta en la ciudad que bien podr��amos llamar patria de su autor, aunque no naci�� en ella, pues en Vetusta tiene _Clar��n_ sus ra��ces at��vicas y en Vetusta moran todos sus afectos, as�� los que est��n sepultados como los que risue?os y alegres viven, brindando esperanzas; en Vetusta ha transcurrido la mayor parte de su existencia; all�� se inici�� su vocaci��n literaria; en aquella soledad melanc��lica y apacible aprendi�� lo mucho que sabe en cosas literarias y filos��ficas: all�� estuvieron sus maestros, all�� est��n sus disc��pulos. M��s que ciudad, es para ��l Vetusta una casa con calles, y el vecindario de la capital asturiana
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