con tal
encomienda, pues no habiendo celebrado en letras de molde la primera
salida de una novela que hondamente me cautivó, creía y creo deber
mío celebrarla y enaltecerla como se merece, en esta tercera salida, a la
que seguirán otras, sin duda, que la lleven a los extremos de la
popularidad.
Hermoso es que las obras literarias vivan, que el gusto de leerlas, la
estimación de sus cualidades, y aun las controversias ocasionadas por
su asunto, no se concreten a los días más o menos largos de su
aparición. Por desgracia nuestra, para que la obra poética o narrativa
alcance una longevidad siquiera decorosa no basta que en sí tenga
condiciones de salud y robustez; se necesita que a su buena complexión
se una la perseverancia de autores o editores para no dejarla
languidecer en obscuro rincón; que estos la saquen, la ventilen, la
presenten, arriesgándose a luchar en cada nueva salida con la
indiferencia de un público, no tan malo por escaso como por distraído.
El público responde siempre, y cuando se le sale al encuentro con la
paciencia y tranquilidad necesarias para esperar a las muchedumbres,
estas llegan, pasan y recogen lo que se les da. No serían tan penosos los
plantones _aguardando el paso del público_, si la Prensa diera calor y
verdadera vitalidad circulante a las cosas literarias, en vez de limitarse
a conceder a las obras un aprecio compasivo, y a prodigar sin ton ni son
a los autores adjetivos de estampilla. Sin duda corresponde al presente
estado social y político la culpa de que nuestra Prensa sea como es, y de
que no pueda ser de otro modo mientras nuevos tiempos y estados
mejores no le infundan la devoción del Arte. Debemos, pues,
resignarnos al plantón, sentarnos todos en la parte del camino que nos
parezca menos incómoda, para esperar a que pase la Prensa,
despertadora de las muchedumbres en materias de arte; que al fin ella
pasará; no dudemos que pasará: todo es cuestión de paciencia. En los
tiempos que corren, esa preciosa virtud hace falta para muchas cosas de
la vida artística; sin ella la obra literaria corre peligro de no nacer, o de
arrastrar vida miserable después de un penoso nacimiento. Seamos pues
pacientes, sufridos, tenaces en la esperanza, benévolos con nuestro
tiempo y con la sociedad en que vivimos, persuadidos de que uno y otra
no son tan malos como vulgarmente se cree y se dice, y de que no
mejorarán por virtud de nuestras declamaciones, sino por inesperados
impulsos que nazcan de su propio seno. Y como esto del público y sus
perezas o estímulos, aunque pertinente al asunto de este prólogo, no es
la principal materia de él, basta con lo dicho, y entremos en La Regenta,
donde hay mucho que admirar, encanto de la imaginación por una parte,
por otra recreo del pensamiento.
Escribió Alas su obra en tiempos no lejanos, cuando andábamos en
aquella procesión del Naturalismo, marchando hacia el templo del arte
con menos pompa retórica de la que antes se usaba, abandonadas las
vestiduras caballerescas, y haciendo gala de la ropa usada en los actos
comunes de la vida. A muchos imponía miedo el tal Naturalismo,
creyéndolo portador de todas las fealdades sociales y humanas; en su
mano veían un gran plumero con el cual se proponía limpiar el techo de
ideales, que a los ojos de él eran como telarañas, y una escoba, con la
cual había de barrer del suelo las virtudes, los sentimientos puros y el
lenguaje decente. Creían que el Naturalismo substituía el Diccionario
usual por otro formado con la recopilación prolija de cuanto dicen en
sus momentos de furor los carreteros y verduleras, los chulos y golfos
más desvergonzados. Las personas crédulas y sencillas no ganan para
sustos en los días en que se hizo moda hablar de aquel sistema, como
de una rara novedad y de un peligro para el arte. Luego se vio que no
era peligro ni sistema, ni siquiera novedad, pues todo lo esencial del
Naturalismo lo teníamos en casa desde tiempos remotos, y antiguos y
modernos conocían ya la soberana ley de ajustar las ficciones del arte a
la realidad de la naturaleza y del alma, representando cosas y personas,
caracteres y lugares como Dios los ha hecho. Era tan sólo novedad la
exaltación del principio, y un cierto desprecio de los resortes
imaginativos y de la psicología espaciada y ensoñadora.
Fuera de esto el llamado Naturalismo nos era familiar a los españoles
en el reino de la Novela, pues los maestros de este arte lo practicaron
con toda la libertad del mundo, y de ellos tomaron enseñanza los
noveladores ingleses y franceses. Nuestros contemporáneos ciertamente
no lo habían olvidado cuando vieron traspasar la frontera el estandarte
naturalista, que no significaba más que la repatriación
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